Otoro: un atardecer de nigiris, temakis y gunkan

En Belgrano, un joven cocinero que desde pequeño amó la cultura japonesa demuestra su conocimiento, su destreza y su fanatismo por el pescado en una barra para 14 personas en la que se come bárbaro y sin reserva.


texto y fotos MÁXIMO PEREYRA IRAOLA
@maximopi

A lo largo de los últimos meses visité varios lugares de cocina japonesa en Buenos Aires. Lugares lindos, con buenas barras, buen producto, nombres especiales, cocineros dedicados e itamaes apasionados. Se puso de moda el omakase, pareciera que también los bares de handrolls, y de repente comer arroz, pescado y algas es relativamente fácil en montones de puntos de la ciudad.

¿Buen sushi? De eso hay poco. Esta no es una ciudad (este no es un país, bah) que dialogue demasiado con el mar, y la inmensa mayoría de la oferta entra en la categoría de comida rápida como para sacarse las ganas sin muchas pretensiones; nada del otro mundo. Hacer las cosas bien, con intención y respeto, requiere de mucha dedicación, consciencia y, para qué negarlo, plata.

Hace cinco meses, un cocinero obsesivo abrió un pequeño restaurante en Belgrano, sobre José Hernández. Una barra de 14 lugares, buena luz, ricos vinos, pescado, pescado, pescado, pescado. La gente se queda, en promedio, una hora. Al mediodía hay menú ejecutivo a muy buen precio; a la noche se da un poco más la sobremesa (¿sobrebarra?) pero igual en general la cosa es veloz como los cuchillos que cortan y filetean.

El cocinero obsesivo en cuestión es Facundo Santander, quien tiene apenas 27 años de los cuales pasó diez perfeccionando su técnica y su paladar por medio de la experiencia, la educación, los libros y los videos. Alguien que se calentó en estudiar, pero también es tremendamente autodidacta. “Cuando era chico me gustaba mucho el animé. Lo primero que vi fueron los onigiri japoneses, que me llamaron mucho la atención. Después, para mis cumpleaños, me compraban los barcos de rolls de sushi, de esos llenos de queso crema, y me  fascinaba pensar cómo se hacían los rolls”, cuenta.

Caigo a comer con una prima que vive en Estados Unidos. Le encanta el sushi, pero siempre le cuesta encontrar acá uno que realmente le guste. Otoro (así bautizado en honor al nombre japonés para la ventresca, la parte más rica del atún) la conquista de inmediato con un pequeño pero generoso plato de sashimi: anchoa de banco, lisa curada, trucha. Cada bocado es perfecto, y un dignísimo prólogo para la procesión eterna de nigiris, temakis y gunkans.

El menú es amplio, no porque tenga muchísimas piezas de diferentes estilos, sino porque hay mucha combinación de productos y técnicas: nigiris especiales y clásicos (por unidad o en sets de 4, 6 y 8); sashimi; ostras; temakis (sets de 4 y 6, además de otro de 6 vegetariano); temakis abiertos y cerrados; y gunkan. Si se quiere, también hay ostras, pero nosotros nos vamos a dedicar a todo lo demás.

“La primera carta que yo presenté era muy ortodoxa, muy tradicional japonesa”, cuenta Facundo. Edomae. Mucha cosa cruda y poco topping. “Al momento de abrir estaba pensando mucho en lo que a mí me gustaba, y no consideré demasiado otros paladares. Tenía pulpo blanqueado, langostinos crudos, algún topping muy sutil, sabores fuertes; llegué a hacer cosas que nadie tenía porque pensaba que ese tenía que ser mi diferencial, y así terminé trabajando con shirako [semen de pescado] y calamar fermentado en un afán por ser innovador. Al poco tiempo me di cuenta de que había cosas que la gente probaba y no disfrutaba. Quedó claro que no podía cerrarme en mi gusto personal, sino que tenía que abrir un poco el juego”, explica, pero tiene límites que agradecemos: en Otoro no hay maracuyá, ni queso crema ni otros yuyos del sushi fast food. Hay sashimi, hay temakis abiertos, bien cargados, más adecuados para quienes no van tan al pescado directo, y algunos dulzores bien colocados. Después de todo, esto es un negocio, y los negocios hechos para cinco personas tienen poco vuelo. Además, tema no menor, una visión cerrada termina estando demasiado atada a la disponibilidad de insumos, y ese no es siempre un riesgo que se pueda tomar. 

En la reconfiguración temprana del restaurante, siempre estuvo claro que las cosas tenían que estar bien hechas. “Los vinos están pensados. Los toppings son muy precisos. El arroz es neutro, saladito, apenas dulce, para evitar que sea invasivo y le quite protagonismo a los pescados”, dice Facundo. En esa búsqueda, también priorizó un modelo de negocio que evitara el sistema de reservas tortuosas y anticipadísimas, tantas veces excluyente, que comparten muchos otros restaurantes del estilo en Buenos Aires: “Me pasaba de querer ir a lugares pero había que reservar con tiempo, y yo no sé qué voy a querer hacer mañana. A mí me gusta tener ganas, acercarme al lugar, sentarme y comer”. Otoro es así. Se viene directo, y si la barra está llena, se espera un poco y listo.

Hay una carta, como decía antes, pero muchos ???y ahí me incluyo, para cualquier tipo de restaurante y comida, honestamente? prefieren el omakase, a ojos cerrados, confiando en la cocina. La sorpresa es linda, y a nosotros nos fue bárbaro: probamos nigiris de anchoa de banco, ponzu, oroshi y negi (un tipo de verdeo que usan en casi todo, y a mucha honra); de miso, yuzu kosho, ralladura de limón y soja; de trucha, tare y sésamo; de calamar blanqueado y flambeado, lima, sésamo y negi; de ventresca de atún, aceite de trufa blanca, sal y limón; de lenguado, salsa umami y verdeo; de tamago, tare y negi; de pulpo y reducción de nori. Cada uno que llegaba superaba al anterior, y hacia el final fue imposible elegir un preferido. Ni idea. Todos.

Facundo estudió en Gato Dumas, dedicando tres años a aprender sobre muchas cosas, incluyendo cómo manipular salmón, hacer rolls y manejar algunos tipos de cortes. Sin embargo, cuenta, eso fue apenas una base. El profesionalismo y la verdadera destreza vinieron de la experiencia en la cancha, como suele pasar. Cuando terminó la carrera entró a Green Eat. “Era realmente muy malo, y empecé a mejorar en un momento porque estaba cansado de ser inservible”, dice, y se ríe. Nos reímos. A quién no le ha pasado. En un momento lo pasaron a la plaza de sushi, donde tenía que armar cajitas de rolls, y descubrió que esa parte le interesaba. Ascendió lo más que pudo y cuando se sintió listo para un nuevo desafío, entró a trabajar en Osaka. 

“En Osaka… me di cuenta de que no sabía hacer nada. Llegué y me recibieron dos chefs que me pusieron enfrente un lenguado entero, una balanza y un cronómetro. ‘Bueno, acá te vamos a pesar el desperdicio y vamos a medir el tiempo que tardás’. Nunca había visto una pesca blanca en mi vida”. Al no superar la prueba, lo mandaron a la pescadería, donde la pasó mal: “Estuve muy cerca de desistir. Fue horripilante. Pero también fue el punto en el que me di cuenta de que o bien seguía siendo mediocre o me ponía en serio, y decidí bancármela. Volvía a mi casa en colectivo lleno de escamas de pescado, todos los días, pero fui progresando”. 

Pausa de temaki y gunkan. El temaki abierto de trucha, mayonesa de wasabi, salsa umami y negi me pareció una maravilla, pero creo que fue superado por el de unagi (anguila, además de ese capítulo de Friends), tare, sésamo y verdeo. De yapa, al final, hubo un temaki cerrado de vieiras, porque las vieiras me encantan y no pude resistirme. Los gunkan, bocaditos hermosos si los hay, fueron dos: atún rojo, sake, mirin, furikake, negi y ralladura de limón; y yema curada, lenguado, furikake de wasabi y ponzu. Comimos muchísimo, sí. Después con mi prima nos volvimos caminando como una hora y media.

Retomemos. Acá, en la película, iría el montaje de las prácticas y los pequeños triunfos, los tiempos que se aceleran, las técnicas que se dominan. Facundo se volvió muy autodidacta: empezó a comprar mucho libro japonés, a practicar en su casa viendo videos, y a mechar cada tanto con algún curso de afilado o de cocina japonesa. El tamago, famoso omelette japonés, fue conquistado con horas de ensayo doméstico, y el de Otoro es verdaderamente hermoso. Siguiendo la línea, pasó por Asato Sushi, después estuvo en Norimoto. No paró durante diez años, y el resultado fue este restaurante.

Creo que esta es la primera nota propiamente dicha que se escribe sobre Otoro, pero sin duda habrá muchas otras. Estamos ante una cocina limpia, exacta, en la que sin embargo también hay algo de juego, una mínima espontaneidad que las técnicas disimulan. En la cara de Facundo, mientras flambea un calamar o carga un temaki, se ve todo el tiempo una máquina que piensa en otros sabores, otras combinaciones, otros de los muchos pescados que le esperan en el mar. La luz del local es híper cálida (y perfecta para sacar fotos, por cierto). Nuestro anfitrión quería replicar un atardecer en Kyoto. No sé si lo logró; planeo comprobarlo recién en un año. Por lo pronto, imagino que así es efectivamente como se siente, y me dan más ganas, mientras salgo con mi prima de ese ocaso contenido hacia la noche de Belgrano.

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OTORO

@otoro.ba

José Hernández 2730, Belgrano - CABA

Lunes a sábado de 12 a 16:30 y de 19 a 00 h.





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