Un gallo para Esculapio

Hilachas de jamón crudo sobre tostadas recién hechas. Pocos aromas más sencillos y honestos que el del pan tostado. A veces, unas lágrimas de oliva. Qué placer. Y una taza de té en hebras, no muy caliente, sin azúcar. La escena: en la cocina, azulejos pintados a la manera de Lisboa; algunos rotos, como el alma de Pessoa. En el café A Brasileira, en el antiguo barrio lisboeta de La Baixa, el poeta juntaba sus heterónimos dentro de la copita de vino verde, apoyado en la barra. Anotaba en sus papelitos. Nada calmaba su desasosiego, salvo escribirlo. 

La vieja profesora de filosofía recibía a su alumno en aquel espaciosocráticococineril. El joven flâneur salía del Colegio (llamado así, a secas, por su alumnado intelectual), adonde cursaba cuarto año, y caminaba por el Bajo con las botas heredadas del padre. En el periplo aventuraba preguntas inquietantes: descifrar algunas cuestiones de El banquete, por ejemplo. Al minuto, antes de saltar a Las confesiones –San Agustín: primer analizante de la historia–, una mención al tiempo, al devenir, a lo apolíneo y racional frente a la locura dionisíaca de las ninfas. Tiempo circular, borgiano, infinito. Aunque también estaba lo de la finitud. Y la incerteza. 

Profesora: “¿Un poco más de té? Si bien el jamón se corta más grueso en España, a mí me gusta en hilachas. Mi primo Fernando, en El Escorial, lo rebana así, finito, al Jabugo que luego monta en pan crocante”. Alumno: “Ah, mirá. En Bruselas yo lo comía con la grasa”. Profesora: “¿Más oliva?”. Alumno: “No, está bien”. 

El ruido del mar se colaba por la ventana y se metía en el living de la casa. Brótola en caja de hierro y boniato zanahoria, comieron. Alumno: “¿Hiciste chipá?”. Profesora: “Para la próxima, seguro”. Alumno: “¿Por qué se lamentaba Alcibíades por el desamor de Sócrates?”. Profesora: “Porque su maestro le ‘había comido el coco’ inoculándole el veneno del conocimiento, de la búsqueda de la verdad sin concesiones. Ese es el verdadero amor de transferencia lacaniano. Sin cuerpo. Así de simple”. 

La cosa seguía. Alumno: “¿Qué habrá querido decir Sócrates, antes de morir, con lo de ‘un gallo para Esculapio’?”. Profesora: “El cumplimiento de la deuda: el mandato ético por encima de otros. Bueno, ahí tenés a Kant, pero también está el caballero de la fe, Kierkegaard. Alumno: “¿Tu tierra, es linda?”. Profesora: “Los lapachos, bellísimos. Y el río Paraná, ancho y amarronado. Inabarcable”. Alumno: “Ya sé. El tiempo, el devenir. El reloj de arena, el tiempo que se escurre entre los dedos...”. 

Un cierre memorioso. Profesora: “Me acuerdo del Moncho, remando en su canoa cerca de Paso de la Patria, borracho y lúcido. Una tarde nos llevó por el río a pescar a Itapirú y nos arrimó, sin darse cuenta, una explicación clarita del tiempo, de la vida. “Nunca se llega, chamiga. Nunca”, dijo. Remaba señalando la línea del horizonte: “Te digo que nunca se llega: remo y remo y allá, donde se pone el sol, al fondo, te juro que no se llega jamás”. Nuestro amigo no parecía triste sino que aceptaba con naturalidad irrefutable las leyes de la naturaleza. Su alegría confirmaba lo que Spinoza supo festejar mientras desarrollaba su Ética. La libertad –la capacidad de ejercer– es una tarea brutal. Baruch labraba sus cristales domésticos, en tanto fabricaba su propio, inmenso cristal: “el infinito mapa de aquél que es todas sus estrellas”. Así está escrito en el poema de Borges.

 



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