Un brindis por la Checa

Elisabeth Checa es una pieza fundamental en la historia de Cuisine&Vins; gran lectora, gran escritora y relatora inigualable de anécdotas de lo más variadas, ayudó a dar forma y tono a nuestra revista antes de seguir su propio camino por los viñedos, las bodegas y las mesas del país y del mundo.



por MÁXIMO PEREYRA IRAOLA

@maximopi 

 

Alguna vez Miguel Brascó famosamente dijo que era muy difícil presentar a Elisabeth Checa, porque Elisabeth Checa era impresentable. A la Checa le encantaba contar esta anécdota, como le encantaba contar muchas otras cada vez que la veíamos o compartíamos una comida, un desayuno, un viaje, unas copas, unas copas, unas copas. Su vida fue una sucesión de travesías por el mundo, aventuras exóticas, viñedos nuevos y viejos, encuentros con variopintos personajes, y por eso su bóveda de anécdotas era tan inmensa.

Pensamos en la vida de Elisabeth y nos viene a la cabeza El gran pez, una película gastadísima de lo mucho que se la usa para referencias de este estilo, pero que en este caso viene bien: es fácil imaginar que un encuentro de todos aquellos que conocieron a la Checa se parecería mucho a un circo, uno en el que cada personaje tendría una historia completamente diferente para contar sobre esta deidad del periodismo de vinos y gastronomía en Argentina.



Nació un 30 de agosto. Su padre, peruano, quiso anotarla como Rosa de Lima pero no la dejaron, entonces la llamó Elisabeth Rosa. Creció en Castelar, escribiendo y leyendo, y cuando terminó el colegio se puso a estudiar Filosofía, aunque nunca terminó la carrera; se dedicó más bien a estudiar Buenos Aires, a volverse experta en sus noches, los clubes de jazz, las barras, las caminatas por avenidas a cualquier hora. Empezó a escribir en distintos medios, muchos hoy desaparecidos, y en el 84 llegó a Cuisine&Vins de la mano de Lucila Goto. 

Durante años se dedicó a escribir sobre gastronomía y viajes; crónicas maravillosas sobre distintos lugares del país y del mundo. Checa era la representación periodística de alguien a quien mandás a comprar un kilo de pan y te trae el kilo de pan, un ramo de orquídeas, un nido de hornero, una damajuana, una invitación a una fiesta, el teléfono de un adiestrador de colibríes y un vestido hecho de tapitas de gaseosa. En esas dos cuadras que la separaban de la panadería, del objetivo del viaje, de la asignación de la nota, le pasaban un montón de cosas, y así sus textos se enriquecían casi accidentalmente. 



Tuvo romances en todas partes, amoríos que le prometieron el oro y el moro y otros que no podían prometerle nada, pero ella tampoco estaba para hacer promesas, porque la vida estaba para vivirla. Estuvo casada. Tuvo hijos. Se hizo amiga de montones de artistas y era el alma de todas las fiestas. Se puso a escribir sobre vinos para El Gourmet y otros medios, y publicó varias ediciones de su famosa guía Los buenos vinos argentinos. También hubo poesía, otros libros, radio, televisión.

Nadie escribe sobre el vino como ella. Muchos lo intentan, un par se acercan, pero Checa decía que era presommelier, que le aburrían las fotocopias, y que no entendía la necesidad de hacer que el vino fuera difícil de entender. Los describía como una distinta, con palabras muy suyas, y cuando usaba palabras de otros, las elegía bien. Hablaba de vinos con aroma “podridito”, por ejemplo, entre tantas otras formas curiosas y exactas de describir lo que circulaba en las copas cuando nos juntábamos a tomar algo con ella.



Todas las veces que vimos a la Checa aprendimos algo, aunque sea chiquito. Sobre su vida pero también sobre el vino, su verdadero amor, la pareja que tuvo durante toda la vida. Hay toneladas de entrevistas para saber más sobre su historia, pero ahora para conocerla en serio hay que leerla. Sirve también hablar con la gente que la quería, aunque esa tarea pueda no terminar nunca. Cada sommelier, cada periodista, cada bodeguero y cada chef que trabajó con ella o compartió al menos unos minutos va a tener algo diferente para contar. Su edad en años siempre fue un misterio, pero su edad en historias y vida disfrutada es infinita.

Esta nota lleva mi firma y en realidad está armada por todo el equipo de Cuisine, pero me permito dos párrafos en primera: estar en un evento y ver a la Checa cruzando la puerta me entusiasmaba, porque era la tía divertida a la que seguro le había pasado algo insólito en la semana. Mi anécdota preferida de ella era de Nonogasta, un pueblo riojano en el que viví muchos años: cuando ella fue en el 88 por una nota para Cuisine, después de recorrer el Talampaya acompañada por un matrimonio que se volvería muy amigo de mis padres (llegamos en el 93), quedó dando vueltas a la noche, no sé con quién más. Tenían ganas de ir a tomar algo, y en el pueblo por aquel entonces no había opciones; hoy debe haber una o dos. Como sea, terminaron enterándose de que si querían tomar algo podían ir a un cabaret de mala muerte que estaba cerca de la ruta. “Nos atendían las chicas en bikinis gastados; lo único que había para tomar era un licor de huevo inmundo que nos servían en unos vasos viejos”, contaba la Checa, llorando de risa.



Hice un solo viaje con ella, en el que tomamos vinos mirando el atardecer en Epecuén; ella había pasado veranos en Carhué, en una casa familiar donde le saqué una foto que jamás apareció, y que al menos dos veces por año le prometía que de alguna manera iba a recuperar (no hubo caso). Aprendí leyéndola, aprendí escuchándola y aprendí editándola, tocando mínimamente sus textos porque sus pequeñas excentricidades narrativas estaban bien sostenidas por la magia que salía de las manos. La última vez que la vi, hace un par de semanas, fue brindando.

Elisabeth Checa estará ahora en las muchas copas que tomemos en su honor, pero también en las páginas de sus guías y en ediciones viejas y recientes de Cuisine&Vins, en sus crónicas por las provincias argentinas y las naciones europeas, y en sus columnas plumíferas. Desde tu primera revista, Checa, un brindis por vos.





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