Sin Ampurdán no hay paraíso
2016-01-01crónicas de un snob
EL AMPURDÁN –L’EMPORDÀ: UN ACENTO GRAVE CAE gravemente sobre
la vocal de retaguardia–, la región que se eleva desde Barcelona hacia Girona,
bordeando Francia, y que oscila entre el Pirineo y el Mediterráneo, es para
este vagabundo intelectual que abruma ahora la vieja Mac el mágico territorio
de la belleza, la comida invalorable atravesada por cierta locura que no se
olvida y una forma de entender la existencia sin par en el mundo. Lo digo
porque, cada vez que recorrí o me he detenido en algún punto del Ampurdán,
quedó tatuada en el sistema nervioso, en las emociones y la alegría, tesoro
fugitivo.
Ahora bien, ¿cómo es el Ampurdán? Qué quieren que les
diga... Es Cataluña –Catalunya–deun modo muy, muy, muy esencial. Tiene un
genoma en el que se combinan el silencio prieto del tipo de campo, el payés y
la clara vitalidad del pescador. En esa doble hélice también se encuentran
pueblos montañeses donde te querés quedar a vivir para siempre y pueblos
marineros en los que también te querés quedar a vivir para siempre a lo largo
de la nada comparable Costa Brava. Si estuviste allí y no te quedaste, es
probable que lo lamentes en balances interiores y secretos más tarde.
Pongamos –son unos cuántos– Calella de Palafrugell, que se
mete directamente en el mar, donde las olas a veces lamen, lascivas y violentas
de sal, casas y calles y a veces llegan serenas, entregadas, como la hacienda
baguala cae el jagüel con la seca. Mar y montaña, el valle extenso y verde
donde se alzan masías, casas en ocasiones medievales y muy cancheramente
remozadas, tan campesinas como señoriales. Hay, en efecto, un constante señorío
en el Ampurdán, un gesto no de desdeñosa intención de aristocracia sino de
altiva dignidad: un tipo de boina con cigarro en la comisura no se la quitará
de la cabeza delante de un rey. Mar y montaña, allí todos son reyes de sí
mismos. Reyes y súbditos.
Y dale con lo de mar y montaña. Por eso es cosa muy habitual
preparar pollo con langosta, para dar un ejemplo. Josep Pla, su escritor mayor
–que gastaba boina y pucho de comisura–, relata en Lo que comimos el modo en
que se prepara el niu (el nido), plato genial o demencial que empezó a ser
preparado para días festivos por las cuadrillas de siete hombres que cosechaban
la aceituna: seis trabajaban y el séptimo les leía solemnemente el diario.
Lleva bacalao, papas y verduras de todo orden, especias abundantes, tripas
saladas de atún o bacalao, puede admitir un poco de cerdo, gambas si estuvieran
a mano, chorros de vino rancio y recio, caracoles por qué no y, como buen nido,
pájaros –tordos más que nada– que entran gordos de tanto herir los olivares y
sus frutos.
El niu ha sido estudiado por cocineros y antropólogos, por
gargantúas de países diversos, y honrado hoy en día por ampurdaneses. Como
Dalí, de Figueras, pleno Ampurdán, quien celebraba acompañarlo con el cava
rosado de Perelada. El surrealista que terminó loco a fuerza de imitar la
locura era un ampurdanés de rauxa. La palabra señala una suerte de arrebato
sagrado que se combina allí con lo que enarbolan los ampurdaneses ahorrativos,
sensatones y prudentes: el seny –pronúnciese “señ”–, el zamarreado sentido
común. La rauxa es a menudo estimulada por la tramontana, el tiempo de viento
fuerte y muy frío que pone a hervir los sesos y los llena de cólera. Es de
temer.
Allí está la burguesa y resguardada Cadaqués, refugio de los
progres riquísimos de la gauche divine; allí la bahía de Roses, parque natural
intocable que hizo un guiño y dejó que Ferrán Adriá creara su ya mítico Bulli,
donde convirtió las morcillas en espumas y los peces del mar en helados, esas
cosas. Muy ampurdanés, el cocinero revolucionario.
Si se puede, hay que ir. Sin Ampurdán no hay paraíso. Serán
bien recibidos, comerán como nunca y beberán sin culpa. Los hombres tiran a
secos, pero amables: no se exagera una cortesía impostada. Las chicas sonreirán
tal vez desde sus motos o en la arena con dulzura hospitalaria mientras se
enhorquetan para dar pedal o dejan que el sol se apodere de sus piernas
rosadas, algo regordetas, sin el dale-y-dale de la depilación incesante.
Divinas.