Que sí, que no

El mundo de los sentidos

NO SÉ POR QUÉ PIENSO EN MAGnolias cada vez que tomo gin & tonic. Ocurre albeber el primer trago gordo del vaso tubular, liso. Transparente. Con más Beefeater que tónica. Adoro paladear los “limoncinhos”devastados por el hielo molido. (“¿Y el borde del vaso, con sal o azúcar?”, pregunto; “No, ése es otro trago, sin tónica, que se llama Tom Collins –gin, soda y limón– y era uno de los preferidos de Hemingway”, explica el señor del Norte).

“Aquele abraço”, me susurran al oído Caetano y Gilberto. Sí, lo sé. El fantasma me persiguió toda la vida. Besos apretados de pasión infinita. La ninfa y el chico rebelde a lo James Dean. No habrá ninguna igual, no habrá ninguna comoaquella noche de verano con 30 grados, abolerada y sesentista. Entonces las bocas jóvenes se desaforan, se persiguen, se buscan, se olfatean, se tragan, se devoran. Con torpeza, pero certeras. A la manera de Girondo. Una premuracercana al abismo. Magnolia loca en el aire: el aroma violento de la flor rezuma un toque picante. Un alfiler enguantado se esconde entre los pétalos blancos que viran al azul nieve.

Esa primera recepción fragante del gin & tonic bordea un mix más cercano al barroco que al clasicismo. En los primeros escarceos del amor todo se bebe de un trago. A la que te criaste. (Y ella no sabía aún cómo era el juego freudiano del “te doy, te quito, te quito, te doy; me saco sólo una pierna del pantalón, mientras me levanto bien fuerte, hacia arriba, la otra, para que sepas que, cuando te digo no, es sí, y al revés”). Siempre así.

Un día fueron a pasear por el Paraná y el muchacho que los llevaba en la canoa le descubrió a ella una verdad sin concesiones: que uno vive para confirmar lo que, en el fondo, ya sabe. El error y el equívoco: deliberados. A veces, en la praxis, las cosas se volvían menos complejas. El sol, poniéndose sobre el río; la canoa y el muchacho remando. Parecía sencillo y, sin embargo, estaba aquello de la repetición.

Otro país. Pequeño cambio: la botella celeste del Bombay. Y el duende, de regreso. Lorquiano. Federico decía que “el duende ama el borde y la herida”, le recordó ella al señor experto en cocktails. Una casa milenaria, en Andalucía, junto al árbol de magnolias que sobrevivió a los desgarros del flamenco. Los patios andaluces, como los de Marruecos y los nativos, del litoral, me pueden. Hay uno, especial, en el enjambre de recuerdos. Tres de la mañana. Menos tónica que gin, mucho trago acumulado. Muy mucho, enfatizan los varones del Norte cuando dicen te quiero. Subimos por una escalera sin barandas al techo de la casa, pleno de perfumes atrevidos y colores sepias. Desde allí vimos las cúpulas de la mezquita, la catedral y la sinagoga de Córdoba.

Alguien improvisó el cante. Palmas, decires ahogados y flamenco de pura cepa con jazz espontáneo. La chica gitana se lanzó al baile. De pronto, en la madrugada, en ese cruce de tiempos sin tiempo, volvía la pasión descontrolada. Veneno y dulzura. La ninfa inmortal que vislumbró Aby Warburg pintó como si nada. Elseñorle repetía que no importaba la edad. Ella decía que no, pero era sí. Él insistía con frases plagadas de promesas y lugares comunes. Ella decía que sí, claro. Pero era no. El brillo de una luciérnaga, tan leve como fugaz. C’est tout.


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