Puerto Madryn: una excursión a la península

A pocas horas de la capital, la península Valdés ofrece una desconexión absoluta entre ballenas, flamencos, mar y viento. Distintas propuestas gastronómicas completan el viaje y convierten al destino en una visita obligatoria.


texto y fotos MÁXIMO PEREYRA IRAOLA
@maximopi


La primera vez que vi ballenas francas australes fue en Punta del Este, en 2019. Era septiembre y no tenía lentes para la cámara que me permitieran retratarlas muy de cerca, pero igual me quedé un buen rato mirándolas a la distancia, sorprendido no solo por su majestuosidad sino también por el hecho de que no anticipaba verlas. Estaba en un auto, alguien dijo “miren, hay ballenas”, nos bajamos y ahí estaban, a unos (buenos) metros de la costa. Sin acuarios ni peceras de por medio, como cuando descubro un pájaro lindo en un árbol, si el árbol fuese casi infinito y el pájaro tuviese el tamaño de un colectivo. Lo cierto es que ese no era el lugar de las ballenas; por lo que entendí recientemente, la colonia es una sola, y algunas quedan en el camino, perdidas, confundidas o distraídas, hasta que encuentran su rumbo al verdadero santuario: la Península Valdés.



Casi exactamente cinco años más tarde, también llego yo al santuario, para una visita breve pero repleta de cetáceos a una ciudad que quería conocer desde hacía tiempo. Puerto Madryn me recibió como recibió a todos siempre, con viento, algo de frío, un sol que pega sin que uno se de cuenta, y un mar terriblemente azul. Muy temprano, con algunos restos de amanecer todavía en el horizonte y después de un vuelo rapidísimo en FlyBondi, llegamos junto en un taxi junto a mi pareja al Dazzler Puerto Madryn (dazzlerpuertomadryn.com), tal vez el mejor hotel de la ciudad, y la suerte nos sonríe: por un lado, podemos hacer el check-in más temprano y descansar un rato antes de nuestra primera excursión. Por otro, contamos con el inmenso privilegio de tener una habitación con vista al mar, y hay una ballena saludando.



He dormido en muchos hoteles, algunos malos, otros regulares, otros buenos y otros excelentes. Ya estoy grande para las dos primeras categorías, y así agradezco los servicios del Dazzler, el baño cómodo, el balcón que llena la habitación de luz, la TV completa, las almohadas tipo nube y algunos regalitos de bienvenida que esperan sobre la muy mullida cama. Estamos en el penúltimo piso, justo debajo de la gran terraza desde la que se ve toda la ciudad y el mar. Abajo de todo hay un jacuzzi burbujeante, un gimnasio (que en este viaje será admirado pero no aprovechado) y el restaurante, Coirón, en el que comeremos a la noche.



Hablando de comidas, aprovechamos que todavía se puede desayunar en el hotel para hacernos de sus frutas, panificados, cereales, huevos, infusiones, jugos, quesos y fiambres. Todo muy completo, todo muy rico. El día va a ser largo y mejor desayunar bien. Después volvemos a descansar un poco y salimos para almorzar en Malón, sobre la costanera. Rabas, empanadas, salmón blanco con fritas, pollo con puerro y puré, vinito blanco. Todo rico, lleno de gente.



Llega el momento de la primera excursión: nos buscan de la agencia Flamenco Tour y partimos a la playa. El Doradillo está a 15 km de la ciudad y es uno de los mejores lugares para ver ballenas desde la tierra. En esta costa del golfo Nuevo, en los meses de avistaje, la gente se sienta sobre la arena a mirar las ballenas, que se acercan mucho a la orilla haciendo sus bailes. En esta época, las madres enseñan a las crías cómo desenvolverse en el mar, cómo respirar y cómo comer, por lo que detrás de cada ballena grande hay una bastante más pequeña (es decir, del tamaño de un auto espacioso) que sale a la superficie con mayor frecuencia.



El espectáculo es hipnótico. Hay gente con mate, gente grabando con celulares, gente con cámaras, como yo, que apuntamos y movemos rápido el lente de una punta a la otra para enganchar una salida. Saqué muchísimas fotos, casi todas iguales, y después guardé la tecnología para disfrutar de la naturaleza como se debe. Qué bichos fascinantes. No hay machos adultos, que ahora andan mar adentro, pero las hembras miden unos 20 metros, y como no enganchamos ningún salto, es inevitable pensarlas como icebergs, con un cuerpo inmenso oculto bajo las aguas. De este lado, una calandria intenta desviar la atención con su repertorio completo de cantos (y en mí, que me encantan los pájaros, un poco lo logra). Por el cielo pasa una bandada de patos maiceros. Estamos en una reserva natural.



De vuelta en Madryn, aprendemos que el turismo no es sino la tercera industria más importante de la ciudad. Primero está Aluar, la fábrica de aluminio argentino, que da muchísimo trabajo en la zona y es el principal motor económico. Después, la pesca; este es un puerto importantísimo, y se procesan toneladas y toneladas de pescados, mariscos y moluscos de los cuales una inmensa proporción se exporta. La ciudad en sí fue creciendo a lo largo de la costa, enfrentándose con creatividad (y mucha inversión) a un suelo desértico que supo ser lecho marino e impide el crecimiento de la mayoría de las plantas, el viento constante y la casi completa escasez de lluvias. Acá hay muy poca agua, y la cuidan mucho.



En una punta de Madryn se encuentra el Ecocentro, un espacio inaugurado en 2000 que permite aprender más sobre la fauna, la flora y las características geológicas de la región por medio de instalaciones fijas y permanentes que son visitadas sobre todo por estudiantes de todas las edades. Hay conferencias, encuentros especiales, eventos de todo tipo, exposiciones y hasta conciertos que promueven la cultura y el desarrollo científico y académico. Una vez terminado el tour, incluyendo una contemplación larga al impresionante esqueleto de ballena y una visita a la torre desde la que se observa el acantilado, el mar y los alrededores, nos sentamos en Brava, el café del Ecocentro. Dos cafés muy ricos, una porción de carrot cake y otra de red velvet, y a regresar al centro, una caminata de una hora y media que nos regaló, entre otras cosas, la impresionante vista de una gran bandada de flamencos con el atardecer y la ciudad de fondo.



A la noche bajamos de la habitación directo a comer en Coirón. Más temprano, en la excursión al Doradillo, alguien nos había dicho que era uno de los dos mejores restaurantes de la ciudad. La carta es en efecto muy tentadora, con abundancia de pesca patagónica, carnes variadas, vegetales diversos y pastas. Fernando Nuño, el chef, viene de Buenos Aires y trabajó en distintos restaurantes de renombre, como Tomo 1, antes de instalarse definitivamente en Puerto Madryn, hace ya varios años. 



Su carta es un recorrido de técnicas y materias primas. A excepción de la carne de res (hay lomo y bife de chorizo), ninguna carne se repite, y así hay gibelotte de conejo, cordero confitado, bondiola ahumada y solomillo de ciervo, además de diferentes pescas del día, trucha, mariscos y pastas. Nos habían recomendado mucho los chipirones, así que arrancamos por ahí: vienen a la plancha con limón, oliva y verdes orgánicos, y el plato entero se lleva de maravilla con el Miras Semillón, del Valle de Río Negro. Aprovechamos también para comer centolla, placer poco frecuente para los porteños; Fernando la sirve en torre sobre brioche con apio y manzana verde, muy fresco, muy rico.



Difícil elegir entre los principales, pero por suerte no estamos eligiendo, y la cocina manda. Salen en primer lugar los cappelletti de gigot, dátiles y pistachos, acompañados por una salsa de berenjenas ahumadas, tomates asados y hongos, muy sabrosos; después, y de esto tenía muchas ganas, el gibelotte de conejo cocinado a la perfección, con hongos, cremoso de zanahorias y bizcocho de almendras y kummel, esto último un recuerdo de los tiempos en que Fernando cocinaba mano a mano con Fede Fialayre. Terminamos esta parte con el cordero confitado, tiernísimo y de los mejores que haya comido, con verduras asadas y aderezo criollo.



Coirón ofrece ocho postres, algunos de los cuales van cambiando con el tiempo. Nosotros probamos dos: el volcán de chocolate semiamargo con helado de crema (muy rico, hecho artesanalmente por una heladería de la zona); y el pastel con frutos rojos y crema pastelera, bien balanceado, con mucho sabor e ideal para cerrar con un café. Confirmamos, con esta primera gran cena en Puerto Madryn, que efectivamente el restaurante del Dazzler, comandado por Fernando Nuño, es súper recomendable.



Nos levantamos muy descansados (las incomparables camas de los buenos hoteles) y muy temprano. Un café rápido, una tostada, y nos buscan a las 7:15 de la mañana para ir a Puerto Pirámides y embarcarnos. El barco se mueve un poco, pero no importa, porque estamos navegando entre las ballenas que, curiosas, se acercan a saludar. También vemos cormoranes, lobos marinos y un montón de gaviotas; las gaviotas de por sí no me caen muy bien, porque siempre las vi como palomas de mar, pero en Madryn me resultan especialmente antipáticas, principalmente por lo mucho que lastiman a las ballenas francas al picotear sus callosidades.



En fin, un brevísimo paseíto por el pueblo. Aislado y desprovisto de agua corriente (les llega en grandes camiones desde Madryn varias veces al día), Puerto Pirámides tiene sin embargo mucho para ofrecer, y es elegido por turistas para pasar un par de noches comulgando con la cercanía de las ballenas. Tomamos un café rico con cookies en un pequeño local llamado El viento viene, el viento se va. Y nos fuimos, para recorrer el resto de la península. Bordeando los acantilados, vimos guanacos, una lechucita de las vizcacheras, un grupito de choiques a la distancia, elefantes marinos y montones de lagartijas. Qué país.



De regreso en la ciudad visitamos Ignacia, un café y heladería donde todo es exquisito y la atención es excepcional. Recargamos energía entre cafés y laminados, y nos llevamos un par de cuartos de helado para disfrutar a la noche en el hotel. 



Antes, sin embargo, una comida en el segundo restaurante que más nos recomendaron: el de La Posada de Madryn, otro de los hoteles más reconocidos de la zona. El lugar es muy lindo, la atención es muy buena y la carta es breve, aunque hay buenos especiales esta noche, y vamos por ellos. Después de una rica bruschetta de trucha curada, pepino, cebolla encurtida y alcaparras, pasamos a la entrada propiamente dicha, una cazuelita de huevos, tomates cherry, Brie y croutons.



De principales, un abadejo grillado con cítricos asados y repollitos salteados, muy equilibrado, con la pesca en su punto exacto y buena presentación; y un cordero perfecto con un puré ahumado del que casi pido una segunda porción. Entre plato y plato, vino blanco, y de postre un helado de sauco con frutas patagónicas y yogur de limón y naranja. 



Última noche en Madryn, última noche en el Dazzler. Aprovechamos que hacía frío, pero no tanto, para tomar algo en la terraza, disfrutando del mar nocturno y pensando en las ballenas dando vueltas entre las olas. Teníamos el helado de Ignacia esperándonos, además, que acompañó bien un capítulo de una serie que veníamos viendo.



El último desayuno no fue en el hotel sino en Casa Hulpe, tal vez el lugar que más me gustó en toda la ciudad: un café y librería que solía ocupar un local muy acogedor hasta que, hace un año, se mudó a una casa todavía más cálida. Café exquisito, muy buena pastelería, grandes sándwiches y una selección impecable de libros; de hecho, compramos dos. Abajo hay un livingcito, varias mesas, un patio. Arriba, en lo que solían ser los cuartos de la casa, distintos espacios, uno más íntimo que el anterior, para pasar un rato con amigos, tener alguna cita, o trabajar con mucha tranquilidad. Querría tener un Casa Hulpe en Buenos Aires, en lo posible a una cuadra de mi casa.



Siempre había querido conocer Puerto Madryn, y esta visita fue demasiado breve. Alcanzó para lo que más me interesaba, que era ver ballenas de cerca, y hubo mucho de eso. Me quedó pendiente sobre todo la visita a Punta Tombo y sus pingüinos, tal vez uno o dos días completos en Puerto Pirámides, y explorar más de la gastronomía local. Se soluciona fácil, sin embargo: Madryn está muy cerca, a menos de dos horas en avión, y está muy preparada para recibir turistas del país y del mundo que se acercan a conocer sus muchas maravillas. Es una de las grandes atracciones de nuestro inmenso y diverso país, y un viaje del que nadie se puede arrepentir. Si todavía no fueron, no esperen más.






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