MAR adentro
2016-01-19Discípulo de Francis Mallmann, Federico Desseno es un referente de la gastronomía esteña y de la cocina en horno de barro. En 2001 creó Marismo en su casa de José Ignacio, sobre un médano y entre las acacias, y se convirtió en un ícono de Uruguay. Su nuevo proyecto es Cantina del Vigía, su segundo restaurant, que abrió en Maldonado en 2015. ¿Quién es este chef que le huye a las ciudades grandes y reparte su tiempo entre la cocina, el mar y la familia?
¿Qué vueltas
de la vida te llevaron a vivir en Uruguay?
Varias. Nací
en Buenos Aires, pero cuando terminé la secun¬daria me fui a vivir al lado del
mar, a Mar del Plata. Allá trabajé en una playa y también como camarero en un
bar. Como vi¬vía solo, tenía que cocinarme. Estuve casi dos años alllá, los
suficientes para darme cuenta de que no era mi lugar. Decidí volver a la ciudad
y al poco tiempo me crucé con un amigo de toda la vida que estaba trabajando
con Francis Mallmann en un restaurant de Puerto Madero.
¿Ese
restaurant era Cholila?
Sí… corría el
año 96. Mi amigo me contó que había entrado como pasante y que al final se
había quedado. Imaginate: yo estaba recién llegado a Buenos Aires y no sabía
qué hacer. Era chico. Salir a buscar trabajo por el centro era heavy. Ese
mis¬mo día me fui a Cholila caminando y lo encontré a Germán Martitegui, que
entonces era jefe de cocina. Me dijo “empezás como pasante” y arranqué.
¿Sin ningún
estudio previo de cocina?
Cero. No
tenía ni idea de lo que era estar en un restaurant. Mi primer día de pasante me
encontré con Francis en la puerta. Le dije: “hoy es el primer día de cocina en
mi vida”. Me deseó suerte. Hoy somos amigos. Por esa época conocí a Sergio
Pa¬redes, jefe de cocina en Morocco. Francis le había propuesto ser jefe de
cocina en el restaurant Los Negros, en José Ignacio, y aunque él no aceptó, me
recomendó. Hice la temporada 96-97 y, cuando terminó, Francis me propuso
quedarme en mar¬zo. Me enamoré de ese José Ignacio que ya tenía un poquito de
gusto a invierno, adonde las calles todavía no estaban as-faltadas. Terminó
marzo y no me quise ir. Le propuse a Francis quedarme todo el año, dormir en el
restaurant. Fue una etapa maravillosa porque Los Negros fue, para mí, el
restaurant más lindo del mundo. Marcó una época. Lacró a José Ignacio.
¿Cómo describirías
esa épica que tuvo Los Negros?
Era un
restaurant con un Francis recién premiado en Francia. Él siempre fue un hombre
de mundo, pero en ese momento él sentía que José Ignacio era el lugar que más
lo seducía. Así que le ponía mucha energía y funcionaba económicamente. En
marzo de esa primera temporada hice este balance: ¿a qué voy a volver a Buenos
Aires? ¿Adónde voy a ir a trabajar? ¿Qué mejor lugar que éste? Si no me gustaba
cocinar en Los Negros, no me gustaría cocinar en ningún lugar del mundo.
¿Cuántos años
duró esa etapa?
Cinco. Los
años felices de Los Negros… Después, Francis me dio una patada. Viste cómo es
Francis. Te dice “dale flaco, arrancá, chau”. En tu mejor momento, él te da un
voleo. No le importa nada.
En su
capítulo de la serie Chef´s Table, él dice justamente eso: que hay que soltar
en el mejor momento.
A mí me pasó
eso. Mi idea era abrir un restaurant, pero quería esperar un año más. Justo
habíamos vuelto de abrir el restau¬rant Figueira, en San Pablo, con Paola
Carosella, Juliana López May e Ignacio Mattos, un chef uruguayo que ahora está
en Estela, en Nueva York. Y cuando llegué Francis me dijo “chau”. Fue duro.
Tuve que canalizar el despido en diez minutos. Salí de Los Negros, me encontré
con un vecino y le dije: “me acabo de quedar sin laburo, pero voy a abrir mi
restaurant”. Era 2001, una época dificilísima. Marismo funcionó, fue algo
distinto: el primer restaurant que estuvo por fuera del faro. Llegabas por una
callecita cubierta de ramas de acacias. Recuerdo que le dije a mi mujer: con un
horno de barro, abro. Y así fue.
¿Seguís
enamorado de José Ignacio?
Sigo
enamorado de todo el entorno. José Ignacio es mi lu¬gar, pero como ahora tengo
tres hijos que van a la escuela, vivo durante el año en Punta del Este. Estoy
feliz de tener mi trabajo a tres minutos de casa, de tener el colegio de los
chicos a tres minutos. Mi vida se ha organizado en función del crecimiento de
mis hijos y de la comunidad familiar. Soy un afortunado porque vivo en una zona
muy linda de Punta del Este y durante el verano me mudo a José Ignacio, a mi
casa, en Marismo.
De Buenos
Aires y de vivir en una ciudad más grande, ¿no extrañás nada?
La verdad,
nada. De hecho, volví a Buenos Aires en 2007 o 2008 a ocuparme de un proyecto
que se llamó Manero. Cuan¬do tenés chicos en un lugar como éste y de repente
aparecés en la ciudad, te sentís ahogado. La experiencia duró todo un invierno.
Profesional y laboralmente fue buena y sumó, pero a nivel familiar no pudimos
sostenerlo.
¿Cómo te
contás la historia de los 15 años de Marismo?
Todas las
temporadas tuvieron algo. Recuerdo la primera como la más audaz. Cuando abrí,
el 26 de diciembre de 2001, Francis me regaló 20 cajas de vino. Luego me llamó
para fe¬licitarme porque éramos el unico restaurante lleno en José Ignacio. Las
siguientes temporadas fueron de crecimiento; a partir de la décima, se trató de
renovación. Cuando te conver¬tís en un clásico de temporada, lo más difícil es
reinventarse.
¿Qué se va a
encontrar la gente este año?
Tengo ganas
de cocinar en un horno de barro móvil, de estar más presente, de compartir
cenas con algunos colegas. Los cocineros a veces tenemos una cosa medio fóbica,
nos cuesta ir a la mesa. En los primeros años del restaurant no permi¬tíamos
prensa: queríamos perfil bajo, apostábamos al boca a boca, pero hoy las cosas
han cambiado mucho: alguien con más de 500.000 seguidores en Instagram puede
sacar la foto de tu plato y publicarla. A mucha gente le encanta que el
cocinero vaya y franelee en la mesa. Personalmente, a veces tengo ganas y
otras, no. Por eso, reivindico mucho el laburo de Guzmán [Artagaveytía] y
Martín [Pittaluga] en La Huella, ¡son tipos que dan 1.500 abrazos por día!
Vas a tener
que franelear un poco más.
Sí. Es muy
distinto estar en modo “cocina” que estar en modo “anfitrión”. Los cocineros
cacareamos mucho, pero adentro de la cocina. Siempre trato de hacer una
propuesta accesible. No tengo posiciones intransigentes: si el cliente lo pide,
todo lo que despacho es combinable con otra cosa. Quiero que la gente se vaya
feliz y contenta.
Así como el
horno de barro es el elemento que más te identifica, ¿cuáles son tus productos
amigos?
El cordero es
un clásico, no sale nunca de la carta. La gente que sigue a Marismo espera todo
el año para comer ese plato. El verano tiene un poco de esa tiranía: puede
pasar que, en una mesa de doce personas, todos pidan cordero. El tomate, el
aceite de oliva y el ajo también están siempre presentes. Y los pescados,
todos. Soy un gran buscador de proveedores. Hoy tengo hasta pescadores
artesanales de Cabo Polonio que me consiguen corvina negra o chernia. Para mí,
el pescado sofistica mucho el menú. Con uno hacemos un tiradito, con otro un
ceviche, a otro lo hacemos a la leña o “vuelta y vuelta” a la plancha.
¿Y el resto
de los productos?
Cuando
termina el despacho, a las 2 de la mañana, voy a ha¬cer las compras al Mercado
Modelo. Los veranos tienen un no sé qué: de pronto, en uno los duraznos son
terribles y al año siguiente están paposos. Lo mismo pasa con las ciruelas:
pueden estar increíbles o no tener jugo. El producto uruguayo es, en general,
excelente, pero la comercialización es difícil. De a poco, los productores se
empiezan a mover: aparece un tipo que tiene pollos u otro que trae kale, pero
no es tan fácil como en Buenos Aires.
Hace un año
abriste tu segundo restaurant: Cantina del Vigía, en Maldonado.
Necesitaba
trabajar todo el año. Probé con una carpintería, pero no funcionó. Hasta que
abrí la Cantina, mi actividad fuerte se limitaba a 15 días por año porque la
temporada de José Ignacio es muy corta. La gente solo se acordaba de mí en
verano. Finalmente, después de buscar un tiempo, encon¬tramos un lugar en la
parte histórica de Maldonado, justo enfrente de la plaza de la Torre del Vigía.
Se trata de una pro¬puesta urbana. La zona era muy de costilla con papas fritas
y de asado. Fuimos los primeros en poner un horno de barro para hacer otra cosa
que no fuera pizza. Papas rosti, pescado, cordero. Darle una vuelta de tuerca.
¿Cómo hacés
para dividir la energía entre los lugares durante el verano?
Aprendí que
dividirse es imposible. Lo que uno puede hacer es dividir el tiempo. Antes,
estaba en un lugar y pensaba en el otro, entonces no hacía ni una cosa ni la
otra. Cuando sos la cabeza ejecutiva de dos restaurants, a veces te dan ganas
de volver a la tabla y picar perejil. Querer ser sólo cocinero por un rato.
En tu cuenta
de Instagram subís muchas fotos de tus viajes. ¿Son viajes gastronómicos?
En realidad,
son viajes más deportivos, de placer. Viajo en modo surfer y la realidad es que
el surfer no puede comer mucho: necesita estar liviano. Ir a Indonesia me viene
bien porque no comés lácteos, panes, carnes ni fiambres, pero sí muchas frutas,
verduras y pescados. Y se toma jugo o agua. Si ves pasar a un tipo con una
Coca-Cola en la mano, decís: es argentino o uruguayo. Este año estuve en Barat
Sumatra y traté de recorrer más los mercados, pero la gastronomía está muy
alejada de nuestros conceptos y nuestros productos. ¡Y pica mucho, mucho, mucho!
Mamar esa gastronomía no es sólo ir a comer. Es ir a laburar.
¿Cómo surgió
tu pasión por el surf?
Ya de chico
me gustaba. Durante los veraneos en Mar del Pla¬ta me sentaba en las rocas y
miraba a los surfistas. Me daba un poco de envidia porque lo veía como algo
imposible. Yo era un pibe de ciudad, de departamento chico. Mi parte depor¬tiva
se canalizaba en el club. Y me acuerdo de que en el club, durante esos
mega-asados que se hacían para 1.500 socios, siempre me instalaba cerca de los
fuegos. Me encantaba ver a los parrilleros.
¿Y en tu
familia cómo se vivía la cocina?
Mi abuela
paterna era una gran cocinera. Le pedía que me enseñara, pero no me hacía caso.
Era judía y sabía muchos platos de la tradición de Medio Oriente. Las mesas de
las fies¬tas eran increíbles. ¿Viste que hay gente que te dice que de chico
nunca comió brócoli o berenjena? Bueno, en mi casa no. La buena mesa siempre
estuvo. El matambre de mi mamá es muy rico, la cazuela de mondongo también. Me
sigue tra¬yendo comida en el tupper como si tuviera 14 años.
¿Y tu papá?
Mi padre hace
terribles asados: asa lechones enteros, pero más que nada le gusta sentarse a
comer. Mis tíos sí son gran¬des cocineros: mi tío Víctor, el Pelusa, tiene muy
buena mano para los dulces. Y mi tío Buby, el escultor, se da mucha maña para
todo tipo de comidas. Es un hombre al que admiro mu¬cho: muy bajo consumo, muy
respetuoso de las estaciones y los alimentos. Tiene una filosofía de artista,
medio loco. Por el lado de mi madre había un cocinero de barco, su abuelo o
bisabuelo.
Hiciste un
video para la plataforma House of Chef con tu hijo Benito. ¿A alguno de tus
tres hijos le ves pasta de cocinero?
Por ahora,
como a todos los chicos, les gusta jugar, pero no lo descarto. No soy un tipo
con muchas pulgas. Si bien me encantan los chicos y me llevo bien, mi cocina es
mía. Isabella es una gran anfitriona, le gusta estar en el restaurant. A Benito
le gusta jugar al fútbol e ir al agua. Aparece un rato a trabajar, pero cuando
se da cuenta de que está trabajando, se raja. Y Gina, la más chica, se sienta
en las mesas y ordena postres de regalo para la gente. En el restaurant ellos
andan sueltos, se quedan hasta tarde. En un momento me preocupé y se lo planteé
a mi psicólogo: no sabía si era bueno que estuvieran entre gente grande hasta
la 1de la mañana. Y él me dijo que lo que los chicos estaban absorbiendo
durante los veranos era increíble.
¿Qué
expectativas tenés para esta temporada?
Arranco todas
las temporadas con entusiasmo, con ganas y pensando que van a ser notables.
Usás mucho la
palabra “notable”. ¿Se te pegaron varias expresiones uruguayas?
Sí, digo
“notable”, “imponente”, “botija”. Son casi veinte años viviendo acá: ¡la mitad
de mi vida!