MAR adentro

Discípulo de Francis Mallmann, Federico Desseno es un referente de la gastronomía esteña y de la cocina en horno de barro. En 2001 creó Marismo en su casa de José Ignacio, sobre un médano y entre las acacias, y se convirtió en un ícono de Uruguay. Su nuevo proyecto es Cantina del Vigía, su segundo restaurant, que abrió en Maldonado en 2015. ¿Quién es este chef que le huye a las ciudades grandes y reparte su tiempo entre la cocina, el mar y la familia?

¿Qué vueltas de la vida te llevaron a vivir en Uruguay?

Varias. Nací en Buenos Aires, pero cuando terminé la secun¬daria me fui a vivir al lado del mar, a Mar del Plata. Allá trabajé en una playa y también como camarero en un bar. Como vi¬vía solo, tenía que cocinarme. Estuve casi dos años alllá, los suficientes para darme cuenta de que no era mi lugar. Decidí volver a la ciudad y al poco tiempo me crucé con un amigo de toda la vida que estaba trabajando con Francis Mallmann en un restaurant de Puerto Madero.

¿Ese restaurant era Cholila?

Sí… corría el año 96. Mi amigo me contó que había entrado como pasante y que al final se había quedado. Imaginate: yo estaba recién llegado a Buenos Aires y no sabía qué hacer. Era chico. Salir a buscar trabajo por el centro era heavy. Ese mis¬mo día me fui a Cholila caminando y lo encontré a Germán Martitegui, que entonces era jefe de cocina. Me dijo “empezás como pasante” y arranqué.

¿Sin ningún estudio previo de cocina?

Cero. No tenía ni idea de lo que era estar en un restaurant. Mi primer día de pasante me encontré con Francis en la puerta. Le dije: “hoy es el primer día de cocina en mi vida”. Me deseó suerte. Hoy somos amigos. Por esa época conocí a Sergio Pa¬redes, jefe de cocina en Morocco. Francis le había propuesto ser jefe de cocina en el restaurant Los Negros, en José Ignacio, y aunque él no aceptó, me recomendó. Hice la temporada 96-97 y, cuando terminó, Francis me propuso quedarme en mar¬zo. Me enamoré de ese José Ignacio que ya tenía un poquito de gusto a invierno, adonde las calles todavía no estaban as-faltadas. Terminó marzo y no me quise ir. Le propuse a Francis quedarme todo el año, dormir en el restaurant. Fue una etapa maravillosa porque Los Negros fue, para mí, el restaurant más lindo del mundo. Marcó una época. Lacró a José Ignacio.

¿Cómo describirías esa épica que tuvo Los Negros?

Era un restaurant con un Francis recién premiado en Francia. Él siempre fue un hombre de mundo, pero en ese momento él sentía que José Ignacio era el lugar que más lo seducía. Así que le ponía mucha energía y funcionaba económicamente. En marzo de esa primera temporada hice este balance: ¿a qué voy a volver a Buenos Aires? ¿Adónde voy a ir a trabajar? ¿Qué mejor lugar que éste? Si no me gustaba cocinar en Los Negros, no me gustaría cocinar en ningún lugar del mundo.

¿Cuántos años duró esa etapa?

Cinco. Los años felices de Los Negros… Después, Francis me dio una patada. Viste cómo es Francis. Te dice “dale flaco, arrancá, chau”. En tu mejor momento, él te da un voleo. No le importa nada.

En su capítulo de la serie Chef´s Table, él dice justamente eso: que hay que soltar en el mejor momento.

A mí me pasó eso. Mi idea era abrir un restaurant, pero quería esperar un año más. Justo habíamos vuelto de abrir el restau¬rant Figueira, en San Pablo, con Paola Carosella, Juliana López May e Ignacio Mattos, un chef uruguayo que ahora está en Estela, en Nueva York. Y cuando llegué Francis me dijo “chau”. Fue duro. Tuve que canalizar el despido en diez minutos. Salí de Los Negros, me encontré con un vecino y le dije: “me acabo de quedar sin laburo, pero voy a abrir mi restaurant”. Era 2001, una época dificilísima. Marismo funcionó, fue algo distinto: el primer restaurant que estuvo por fuera del faro. Llegabas por una callecita cubierta de ramas de acacias. Recuerdo que le dije a mi mujer: con un horno de barro, abro. Y así fue.

¿Seguís enamorado de José Ignacio?

Sigo enamorado de todo el entorno. José Ignacio es mi lu¬gar, pero como ahora tengo tres hijos que van a la escuela, vivo durante el año en Punta del Este. Estoy feliz de tener mi trabajo a tres minutos de casa, de tener el colegio de los chicos a tres minutos. Mi vida se ha organizado en función del crecimiento de mis hijos y de la comunidad familiar. Soy un afortunado porque vivo en una zona muy linda de Punta del Este y durante el verano me mudo a José Ignacio, a mi casa, en Marismo.

De Buenos Aires y de vivir en una ciudad más grande, ¿no extrañás nada?

La verdad, nada. De hecho, volví a Buenos Aires en 2007 o 2008 a ocuparme de un proyecto que se llamó Manero. Cuan¬do tenés chicos en un lugar como éste y de repente aparecés en la ciudad, te sentís ahogado. La experiencia duró todo un invierno. Profesional y laboralmente fue buena y sumó, pero a nivel familiar no pudimos sostenerlo.

¿Cómo te contás la historia de los 15 años de Marismo?

Todas las temporadas tuvieron algo. Recuerdo la primera como la más audaz. Cuando abrí, el 26 de diciembre de 2001, Francis me regaló 20 cajas de vino. Luego me llamó para fe¬licitarme porque éramos el unico restaurante lleno en José Ignacio. Las siguientes temporadas fueron de crecimiento; a partir de la décima, se trató de renovación. Cuando te conver¬tís en un clásico de temporada, lo más difícil es reinventarse.

¿Qué se va a encontrar la gente este año?

Tengo ganas de cocinar en un horno de barro móvil, de estar más presente, de compartir cenas con algunos colegas. Los cocineros a veces tenemos una cosa medio fóbica, nos cuesta ir a la mesa. En los primeros años del restaurant no permi¬tíamos prensa: queríamos perfil bajo, apostábamos al boca a boca, pero hoy las cosas han cambiado mucho: alguien con más de 500.000 seguidores en Instagram puede sacar la foto de tu plato y publicarla. A mucha gente le encanta que el cocinero vaya y franelee en la mesa. Personalmente, a veces tengo ganas y otras, no. Por eso, reivindico mucho el laburo de Guzmán [Artagaveytía] y Martín [Pittaluga] en La Huella, ¡son tipos que dan 1.500 abrazos por día!

Vas a tener que franelear un poco más.

Sí. Es muy distinto estar en modo “cocina” que estar en modo “anfitrión”. Los cocineros cacareamos mucho, pero adentro de la cocina. Siempre trato de hacer una propuesta accesible. No tengo posiciones intransigentes: si el cliente lo pide, todo lo que despacho es combinable con otra cosa. Quiero que la gente se vaya feliz y contenta.

Así como el horno de barro es el elemento que más te identifica, ¿cuáles son tus productos amigos?

El cordero es un clásico, no sale nunca de la carta. La gente que sigue a Marismo espera todo el año para comer ese plato. El verano tiene un poco de esa tiranía: puede pasar que, en una mesa de doce personas, todos pidan cordero. El tomate, el aceite de oliva y el ajo también están siempre presentes. Y los pescados, todos. Soy un gran buscador de proveedores. Hoy tengo hasta pescadores artesanales de Cabo Polonio que me consiguen corvina negra o chernia. Para mí, el pescado sofistica mucho el menú. Con uno hacemos un tiradito, con otro un ceviche, a otro lo hacemos a la leña o “vuelta y vuelta” a la plancha.

¿Y el resto de los productos?

Cuando termina el despacho, a las 2 de la mañana, voy a ha¬cer las compras al Mercado Modelo. Los veranos tienen un no sé qué: de pronto, en uno los duraznos son terribles y al año siguiente están paposos. Lo mismo pasa con las ciruelas: pueden estar increíbles o no tener jugo. El producto uruguayo es, en general, excelente, pero la comercialización es difícil. De a poco, los productores se empiezan a mover: aparece un tipo que tiene pollos u otro que trae kale, pero no es tan fácil como en Buenos Aires.

Hace un año abriste tu segundo restaurant: Cantina del Vigía, en Maldonado.

Necesitaba trabajar todo el año. Probé con una carpintería, pero no funcionó. Hasta que abrí la Cantina, mi actividad fuerte se limitaba a 15 días por año porque la temporada de José Ignacio es muy corta. La gente solo se acordaba de mí en verano. Finalmente, después de buscar un tiempo, encon¬tramos un lugar en la parte histórica de Maldonado, justo enfrente de la plaza de la Torre del Vigía. Se trata de una pro¬puesta urbana. La zona era muy de costilla con papas fritas y de asado. Fuimos los primeros en poner un horno de barro para hacer otra cosa que no fuera pizza. Papas rosti, pescado, cordero. Darle una vuelta de tuerca.

¿Cómo hacés para dividir la energía entre los lugares durante el verano?

Aprendí que dividirse es imposible. Lo que uno puede hacer es dividir el tiempo. Antes, estaba en un lugar y pensaba en el otro, entonces no hacía ni una cosa ni la otra. Cuando sos la cabeza ejecutiva de dos restaurants, a veces te dan ganas de volver a la tabla y picar perejil. Querer ser sólo cocinero por un rato.

En tu cuenta de Instagram subís muchas fotos de tus viajes. ¿Son viajes gastronómicos?

En realidad, son viajes más deportivos, de placer. Viajo en modo surfer y la realidad es que el surfer no puede comer mucho: necesita estar liviano. Ir a Indonesia me viene bien porque no comés lácteos, panes, carnes ni fiambres, pero sí muchas frutas, verduras y pescados. Y se toma jugo o agua. Si ves pasar a un tipo con una Coca-Cola en la mano, decís: es argentino o uruguayo. Este año estuve en Barat Sumatra y traté de recorrer más los mercados, pero la gastronomía está muy alejada de nuestros conceptos y nuestros productos. ¡Y pica mucho, mucho, mucho! Mamar esa gastronomía no es sólo ir a comer. Es ir a laburar.

¿Cómo surgió tu pasión por el surf?

Ya de chico me gustaba. Durante los veraneos en Mar del Pla¬ta me sentaba en las rocas y miraba a los surfistas. Me daba un poco de envidia porque lo veía como algo imposible. Yo era un pibe de ciudad, de departamento chico. Mi parte depor¬tiva se canalizaba en el club. Y me acuerdo de que en el club, durante esos mega-asados que se hacían para 1.500 socios, siempre me instalaba cerca de los fuegos. Me encantaba ver a los parrilleros.

¿Y en tu familia cómo se vivía la cocina?

Mi abuela paterna era una gran cocinera. Le pedía que me enseñara, pero no me hacía caso. Era judía y sabía muchos platos de la tradición de Medio Oriente. Las mesas de las fies¬tas eran increíbles. ¿Viste que hay gente que te dice que de chico nunca comió brócoli o berenjena? Bueno, en mi casa no. La buena mesa siempre estuvo. El matambre de mi mamá es muy rico, la cazuela de mondongo también. Me sigue tra¬yendo comida en el tupper como si tuviera 14 años.

¿Y tu papá?

Mi padre hace terribles asados: asa lechones enteros, pero más que nada le gusta sentarse a comer. Mis tíos sí son gran¬des cocineros: mi tío Víctor, el Pelusa, tiene muy buena mano para los dulces. Y mi tío Buby, el escultor, se da mucha maña para todo tipo de comidas. Es un hombre al que admiro mu¬cho: muy bajo consumo, muy respetuoso de las estaciones y los alimentos. Tiene una filosofía de artista, medio loco. Por el lado de mi madre había un cocinero de barco, su abuelo o bisabuelo.

Hiciste un video para la plataforma House of Chef con tu hijo Benito. ¿A alguno de tus tres hijos le ves pasta de cocinero?

Por ahora, como a todos los chicos, les gusta jugar, pero no lo descarto. No soy un tipo con muchas pulgas. Si bien me encantan los chicos y me llevo bien, mi cocina es mía. Isabella es una gran anfitriona, le gusta estar en el restaurant. A Benito le gusta jugar al fútbol e ir al agua. Aparece un rato a trabajar, pero cuando se da cuenta de que está trabajando, se raja. Y Gina, la más chica, se sienta en las mesas y ordena postres de regalo para la gente. En el restaurant ellos andan sueltos, se quedan hasta tarde. En un momento me preocupé y se lo planteé a mi psicólogo: no sabía si era bueno que estuvieran entre gente grande hasta la 1de la mañana. Y él me dijo que lo que los chicos estaban absorbiendo durante los veranos era increíble.

¿Qué expectativas tenés para esta temporada?

Arranco todas las temporadas con entusiasmo, con ganas y pensando que van a ser notables.

Usás mucho la palabra “notable”. ¿Se te pegaron varias expresiones uruguayas?

Sí, digo “notable”, “imponente”, “botija”. Son casi veinte años viviendo acá: ¡la mitad de mi vida!



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Categoría Cuisine

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