El chapulín colorado

Tenedor Libre

ME FASCINA QUE EL PALADAR SEA un territorio tan minúsculo en el que sucedan, sin embargo, tantas cosas. Claro que las cosas que allí acaecen –detonaciones, traqueteos, estallidos– tienen su eco, antes o después, en la cultura del terrateniente de esa geografía cavernosa de dientes, lengua y campanita. Quiero decir: al margen del goce instantáneo que provoque un Pinot Noir de Chacra en la boca, esa complacencia establece un correlato con la literatura, el cine o la televisión que uno haya consumido.

Añejado preámbulo para ir al grano: de las comidas más raras que probé sobresale el osado consumo de chapulines en un mercado de Oaxaca, provincia mexicana dedicada a la producción del mezcal. De hecho, embuché tacos rebosantes de chapulines, que apuré debidamente con dos chupitos consecutivos en modalidad fondo blanco de botella Amores (sin gusano: el gusano es puro marketing). ¿Cómo el chapulín colorado? Idéntico. Hablo, sin tapujos, de saltamontes.

Un taco de harina azul recién amasado y una cantidad ingente de insectitos tostados en el acto. Además: cebollita, ajo, aguacate, limón y sal de magüey. Corolario: un agridulce tabacoso que ni libros ni películas ni series de TV me hicieron ubicar en la microscópica enciclopedia del paladar, que pedía referencias a los gritos. Pues no. No las hubo. Cric las patitas elásticas y crocantes, crac las antenitas crujientes.

Que son proteína sin grasa me tiene sin cuidado. Que se trata de un plato milenario, también. Tripa corazón y punto. Supe que tragaba refulgencias míticas que entonan bellos himnos nocturnos. ¿Comía cantos de la naturaleza de un solo bocado? Algo así.

Y tampoco me reconforta saber que Moisés los incluía en su dieta, sean saltamontes, grillos o langostas, muy por delante de la carne de cerdo, y que San Juan Bautista los morfaba con miel silvestre.


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Categoría Buena Vida

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