Dulce pájaro de juventud
2016-01-12ME VISITA UN COLIBRÍ TODAS LAS mañanas. Podría llamarlo
picaflor, como se le dice por estos lares. A diferencia de Bartleby, el
escribiente, prefiero hacerlo así y contarlo, para que no se rompa el ritual.
Desde hace años, meses, días o segundos –no podría
precisarlo–, este mínimo pájaro turquesa azulado se ubica frente a mi ventana
como si lo hubiese invitado. Me mira fijo, bate sus alas al mejor estilo
ventilador de taxista tropical y, con la rapidez de un rayo (no tengo claro si
lo hace sólo con su pico largo y fino o con su lengua que, leí, es larguísima y
eficaz), en ese relámpago batidor pica las flores rosa fuerte. Ese color lo
perturba. Enloquece si no las encuentra. Ayer, de hecho, buscaba desesperado mi
santa rita. La ceremonia es tan breve que casi no tengo tiempo de conversar con
él. No sé bien cómo silbarle. En otros casos, “hablo” bastante con los
naranjeros y hasta con los zorzales, aunque me interesan menos. Canturreo al
tuntún. Y ya.
Sin embargo, con mi invitado matinal no me resulta tan
fácil. ¡Hay que ver cómo me esmero! Un zumbido apenas audible… y desaparece.
Creo que alcanzó a entender algo de lo que le dije. Yo sé –tengo la certeza–
que es siempre el mismo. Estoy segura porque lo bauticé “Vladimir”. Un silbido
repartido en tres tiempos, como la Lo-Li-Ta del autor del mismo nombre. Ignoro
si me entendió pues se trata de un lenguaje fabricado con telarañas de sonidos,
más susurro que otra cosa. No olvidar que los picaflores también se alimentan
de arañitas, musgos e insectillos.
El año pasado se me apareció en Punta Ballena. Esa vez, las
flores del jardín eran de color violeta. Pensé que me había equivocado, pero
no: cuerpito verde-azul, pico largo, batido furioso. Un helicóptero suave, sin
recuerdos vietnamitas, entre las plantas. Me acompañó un rato, mientras
desayunaba papaya madura, jugo de pomelo y café con tostadas, manteca y miel.
Conversé un segundo como pude: intenté un lalalá minúsculo, tipo Eduardo Mateo,
pero salió volando y al instante fue mar.
Ese día de enero, Vladimir me miró con tanta potencia, que
quedé un tanto mareada. A veces es tan intenso el microclima transparente del
aire, el olor a mar –en un mix de tierra mojada y aroma de flor polinizada–,
que si uno respira muy profundo siente cosas similares a las de los humillos
arbóreos de altri tempi. Digo: a esta altura de la soirée, el perfume calmo de
un jardín de verano te “coloca”, te “emborracha” de una. Así nomás, de puro
respirar. Reconozco que la presencia del pájaro me dio cierta ilusión. Ilusión
absolutamente arbitraria, sin sujeto ni objeto. “Objeto a”, ¿Lacan dixit?
Quizás. Tampoco importa demasiado.
Sólo sentí, gracias a la visita del minúsculo pájaro
aturquesado, la imperiosa necesidad de salir corriendo al chiringuito de Loti
–en Explora Chihuahua– a darme un chapuzón violento y barrenar las olas para
después comer los chipirones más ricos del mundo y marearme con caipis de
maracuyá. Después, tirada en la playa bajo el alero de sombra, en una tumbona,
con sombrero en la cara para dormir sin pudor, pensé (pienso, ahora mismo):
¿hay algo más extraordinario que ser amada por un pájaro más chico que la palma
de una mano? No lo creo. Estoy convencida de que el amor de un colibrí bien
vale una fiesta, una sinfonía imparable de risas con mucho “vamo’ arriba”. Así
dicen los uruguayos y acá me copio.