Dulce pájaro de juventud

ME VISITA UN COLIBRÍ TODAS LAS mañanas. Podría llamarlo picaflor, como se le dice por estos lares. A diferencia de Bartleby, el escribiente, prefiero hacerlo así y contarlo, para que no se rompa el ritual.

Desde hace años, meses, días o segundos –no podría precisarlo–, este mínimo pájaro turquesa azulado se ubica frente a mi ventana como si lo hubiese invitado. Me mira fijo, bate sus alas al mejor estilo ventilador de taxista tropical y, con la rapidez de un rayo (no tengo claro si lo hace sólo con su pico largo y fino o con su lengua que, leí, es larguísima y eficaz), en ese relámpago batidor pica las flores rosa fuerte. Ese color lo perturba. Enloquece si no las encuentra. Ayer, de hecho, buscaba desesperado mi santa rita. La ceremonia es tan breve que casi no tengo tiempo de conversar con él. No sé bien cómo silbarle. En otros casos, “hablo” bastante con los naranjeros y hasta con los zorzales, aunque me interesan menos. Canturreo al tuntún. Y ya.

Sin embargo, con mi invitado matinal no me resulta tan fácil. ¡Hay que ver cómo me esmero! Un zumbido apenas audible… y desaparece. Creo que alcanzó a entender algo de lo que le dije. Yo sé –tengo la certeza– que es siempre el mismo. Estoy segura porque lo bauticé “Vladimir”. Un silbido repartido en tres tiempos, como la Lo-Li-Ta del autor del mismo nombre. Ignoro si me entendió pues se trata de un lenguaje fabricado con telarañas de sonidos, más susurro que otra cosa. No olvidar que los picaflores también se alimentan de arañitas, musgos e insectillos.

El año pasado se me apareció en Punta Ballena. Esa vez, las flores del jardín eran de color violeta. Pensé que me había equivocado, pero no: cuerpito verde-azul, pico largo, batido furioso. Un helicóptero suave, sin recuerdos vietnamitas, entre las plantas. Me acompañó un rato, mientras desayunaba papaya madura, jugo de pomelo y café con tostadas, manteca y miel. Conversé un segundo como pude: intenté un lalalá minúsculo, tipo Eduardo Mateo, pero salió volando y al instante fue mar.

Ese día de enero, Vladimir me miró con tanta potencia, que quedé un tanto mareada. A veces es tan intenso el microclima transparente del aire, el olor a mar –en un mix de tierra mojada y aroma de flor polinizada–, que si uno respira muy profundo siente cosas similares a las de los humillos arbóreos de altri tempi. Digo: a esta altura de la soirée, el perfume calmo de un jardín de verano te “coloca”, te “emborracha” de una. Así nomás, de puro respirar. Reconozco que la presencia del pájaro me dio cierta ilusión. Ilusión absolutamente arbitraria, sin sujeto ni objeto. “Objeto a”, ¿Lacan dixit? Quizás. Tampoco importa demasiado.

Sólo sentí, gracias a la visita del minúsculo pájaro aturquesado, la imperiosa necesidad de salir corriendo al chiringuito de Loti –en Explora Chihuahua– a darme un chapuzón violento y barrenar las olas para después comer los chipirones más ricos del mundo y marearme con caipis de maracuyá. Después, tirada en la playa bajo el alero de sombra, en una tumbona, con sombrero en la cara para dormir sin pudor, pensé (pienso, ahora mismo): ¿hay algo más extraordinario que ser amada por un pájaro más chico que la palma de una mano? No lo creo. Estoy convencida de que el amor de un colibrí bien vale una fiesta, una sinfonía imparable de risas con mucho “vamo’ arriba”. Así dicen los uruguayos y acá me copio.



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Categoría Buena Vida

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