Colomé: el Edén en las alturas

Visitamos Estancia Colomé, lugar de nacimiento de muchas de las grandes etiquetas de la bodega, y nos alojamos en sus impresionantes suites, rodeados de naturaleza y comiendo grandes platos elaborados con productos de la región. Además, una visita al Museo James Turrell.



texto y fotos MÁXIMO PEREYRA IRAOLA

@maximopi


Primero, y si todavía no lo hicieron, viajen a Salta. Es una provincia mágica, repleta de lugares y lugarcitos por conocer, colmada de paisajes impresionantes y rebosante de restaurantes, bares, fondas y casas donde se sirven las mejores empanadas que puedan probar. Con papa, claro. Es una provincia grande, y haciendo base en la ciudad capital se pueden hacer viajecitos a diferentes destinos más y menos cercanos que enseñan mucho.


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Paso a primera persona: la última vez que había estado en Salta fue cuando tenía 15 o 16 años; habíamos ido con mi familia desde La Rioja, un par de días, y recuerdo que estuvimos en Cafayate pero por alguna razón la memoria en general es bastante difusa. En estas dos décadas intermedias tuve muchas ganas de volver, muchas veces, pero nunca se dio. Finalmente, con mi pareja sacamos un pasaje en enero para viajar en mayo, y no planificamos demasiado nuestra estadía.


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Sí hubo desde el primer momento (o desde antes) un objetivo claro: conocer Colomé. A lo largo de los años fui a montones de eventos, brindis, presentaciones en Buenos Aires, y por las copas de mi casa han pasado básicamente todos los vinos del catálogo de la bodega, incluyendo algunos particularmente difíciles de conseguir. Es un vínculo largo, que incluyó entrevistas a algunos de sus mayores representantes, como Christoph Ehrbar, Matthieu Naef y Thibaut Delmotte. 


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También escribí, alguna vez, sobre la Estancia, medio al pasar porque no la conocía personalmente, pero reuniendo los datos que me ofrecía la bodega y los comentarios de conocidos que habían ido y me habían contado que era un lugar único, inimaginable. Unos primos salteños me dijeron una vez que Colomé era una especie de paraíso en medio de la montaña. ¿Cómo no querer ir?


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Una mañana, bien temprano, pasó a buscarnos el Colo Goytia en su camioneta, grande y robusta, porque no cualquier vehículo llega con facilidad a la estancia. Nos esperaba un viaje largo, y por suerte la compañía no podría haber sido mejor: al Colo le dicen así porque es colorado, claro, pero bien podría ser un diminutivo de “Colomé”, porque la representa como pocos. Tiene un verdadero amor por estas tierras, cuyos viñedos más antiguos son de 1831. También es un apasionado por la provincia, por su gente, por su historia. Es un embajador fascinante, que pudo hacer que el viaje (y es un largo viaje, de como cinco horas) fuera absolutamente ameno, con paradas que según él eran imperdibles. Tenía razón: gracias al Colo conocimos Cachi, pudimos presenciar el espectáculo de los ajíes secándose al sol, aprendimos sobre las yungas, y atravesamos el Parque Nacional Los Cardones con información de primera mano. Un lujo. 


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Lo mejor del viaje, sin dudas, fue una parada que el Colo consideró obligatoria y agradezco muchísimo: en Molinos, la última localidad antes de llegar a Colomé, nos detuvimos a almorzar en El rincón de las empanadas, donde Enriqueta Velásquez prepara con amor de madre las mejores empanadas que comimos en todo el viaje. Obtuvo el tercer puesto en el Concurso Provincial de la Empanada Salteña, y no es por nada. Molinos es un pueblo chiquito, con una parte muy antigua y bien conservada y una más moderna; donde más gente vimos fue en lo de Enriqueta, cuya galería estaba repleta de turistas; muchos de ellos, franceses.


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Un preámbulo hermoso, entonces, pero ya queríamos llegar a la bodega. La última parte del trayecto es la más desafiante, pero hay mucho sol, todo está seco, y el Colo sabe lo que hace. De repente estamos pasando por las casas, la iglesia, la escuela y el salón de eventos del pequeño pueblo de Colomé, donde viven algunos de los empleados de la bodega. Subimos un poco más y entramos por un camino repleto de plantas norteñas de todos los tamaños y colores, ahora sí, a la estancia. 


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Tal como habían dicho mis primos, Estancia Colomé es un paraíso. Una locura, algo que no se entiende bien cómo existe. Mucho verde, árboles, plantas, flores, los viñedos, por supuesto, y al otro lado de los alambrados piedra, aridez, plantas espinosas, montañas. El contraste es difícil de explicar, y ninguna de todas las fotos que había visto del lugar hasta entonces (ni las que saqué yo) le hacen justicia. Básicamente, hay que ir.


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La estancia está a cerca de 2.300 metros de altura, y es un lugar para desconectarse: no hay señal de celular, sí un poco de wifi, y el celular se vuelve casi inútil al ratito de llegar. Los más dependientes sufrimos un poquito de ansiedad, pero se va enseguida. ¿Qué mejor que irse del mundo un rato? Hay nueve suites impecables, enormes. La nuestra tiene un balcón, o más bien una terraza que mira hacia los viñedos y las montañas, con una buena chimenea a leña y una cama comodísima. El baño es grande, con la bañadera y la ducha separadas de la parte de tocador, y las toallas y batas son una caricia. Dos de las suites tienen un living adicional y permiten agregar camas para alojar grupos. Hay un gran patio interno, un living, una sala de lectura repleta de libros, un bar, el salón del restaurante que también se extiende por una larga galería y una terraza gigante que da a viñedos más antiguos; además hay un gimnasio, una mesa de pool y una pileta enorme rodeada de reposeras, sombrillas y cardones. Bien cerquita está la cancha de bochas.


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Entre todas estas cosas está la bodega original, operando desde nada menos que 1831. La más antigua en funcionamiento de todo el país. El fundador fue Nicolás de Isasmendi, quien fuera el último gobernador colonial de Salta, y fue su hija, Ascensión, quien trajo cepas de Malbec y Cabernet Sauvignon de un viaje a Europa. Junto con su marido, José Dávalos, plantaron estas variedades en viñedos que aún se usan para la producción de algunos de los mejores vinos de la bodega. En 2001 la bodega fue adquirida por Donald y Úrsula Hess, quienes quedaron cautivados por el lugar y sus vinos, y trabajaron incansablemente para desarrollar el proyecto hasta convertirlo en una empresa productora de vinos de altísima calidad. Si bien la bodega principal (que visitamos más tarde) es moderna y gigante, el lugar donde se produjeron vinos durante la mayor parte de la historia del lugar sigue en pie y contiene la estructura original.


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A la tarde, un par de horas después de llegar, nos sumamos a una recorrida por la bodega, con degustación de algunos de los vinos icónicos de las distintas líneas de Colomé. Guiados por Sabrina, éramos un grupo de ocho personas, todas de distintas nacionalidades. No hicimos cabalgata, que es una muy buena opción con semejantes paisajes, pero sí tomamos mucho vino, y no hay mejor plan.


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Después de la bodega, pasamos a la atracción absolutamente única de Colomé, algo que no se puede encontrar en ningún otro lugar de la provincia ni del país: el Museo James Turrell, una experiencia indescriptible. Indescriptible en más de un sentido, porque no se permite sacar fotos ni hacer videos adentro, y está bien así; cualquier descripción es un spoiler, y si piensan “contame total no voy a ir”, corrijan esa mentalidad, porque vale absolutamente la pena. Solo diré que en el museo, dedicado a las exploraciones de James Turrell sobre la luz y la sombra, se vive algo por momentos cinematográfico, por momentos confuso. Hay situaciones que ponen a prueba la percepción y los sentidos. Es increíble.


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El Museo James Turrell es intenso, así que al terminar pasamos a descansar un poco antes de comer. Picamos algunas cositas y tomamos un espumante de Amalaya (bodega hermana de Colomé) antes de comer. Y en la comida arranca una experiencia nueva: el menú de Colomé, diseñado y curado por nuestra querida Patricia Courtois, está pensado para aprovechar los productos de la zona y trabajar de manera inteligente con los recursos disponibles en un lugar aislado de todo. Es una carta breve, con opción vegetariana y sabores norteños, maridada por supuesto con los vinos de la bodega, que se llevan bien con todo.


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De entrada, pedimos por un lado una bomba de papa con vegetales y queso de cabra, servida con un alioli de tomates secos; por otro, una ensalada de hojas verdes, bien fresca, con queso de cabra, semillas y fruta fresca.


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Para los principales, vamos por los ravioles de masa de rúcula rellenos de calabaza y ricotta con manteca de salvia (muy ricos), y el prime rib con milhojas de papas y manteca de molle, jugoso y con mucho sabor. Tuvimos ganas de tomar un blanco, así que fuimos por el Estate Torrontés, que nunca falla. 


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Los postres sorprendieron: los cítricos con mousse de miel de caña estaban perfectos, delicados y con una acidez bien lograda. El pudding de dulce de leche y helado de Torrontés fue una fiesta, y una buena forma de homenajear a la cepa insignia de la región. En Estancia Colomé se hacen buenos helados; lo terminaríamos de confirmar al día siguiente.


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Después de jugar un pool nos fuimos a acostar, sin distracciones de pantallas ni sonidos, más allá del viento y la naturaleza. Dormimos como reyes. A la mañana siguiente, disfrutamos de un buen desayuno con huevos revueltos, panes ricos y frutas en la terraza, mirando los antiguos viñedos. Justo pasó un zorro curioso que atrajo la atención de todos los huéspedes.


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Hay varios circuitos armados para recorrer el amplio territorio de Colomé, y nosotros elegimos el azul, que nos llevaría unos 40 minutos. Tiempo suficiente para ver los viñedos antes de un chapuzón en la pileta (el agua, ese día, estaba helada, pero me animé) y el almuerzo. Una vez más me sorprendió el contraste entre la naturaleza rebosante de la finca y la aridez de la montaña; se siente como caminar por los bordes del bastidor de un cuadro muy colorido, viendo cómo a un paso de distancia está la pared blanca. Vimos varios pájaros, y sobre todo cotorras, alegres (y conflictivas) habitantes de las viñas.


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Volvimos a la Estancia, fundida entre el paisaje, ya para almorzar y luego emprender el regreso con el Colo. A la noche habíamos comido en el salón del restaurante, pero esta vez, aprovechando el día soleado, optamos por la galería. El almuerzo fue todavía mejor que la cena:  arrancamos con una empanada de carne y una de quinoa con queso de cabra, y un espectacular carpaccio de llama especiado con pimienta de molle, queso de cabra y tuna.


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Luego pasamos al estofado de llama en vino tinto con vegetales, de sabor muy rico e intenso, bien especiado; y el ojo de bife en reducción de Malbec con papas doradas, vegetales salteados y chutney de manzana, también excelente. 


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Nos tentaron varios postres, pero fuimos por un arrollado de almendras y naranjas con helado de chocolate, y por el helado de burrito, impresionante, acompañado por un brownie bien húmedo. Gran final para una estadía que podríamos haber estirado varios días más.


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Los vinos de Colomé, en mi opinión, merecen ser celebrados siempre. Hay un trabajo impresionante detrás de cada botella y cada línea, y una historia fascinante que, estando en las alturas de Estancia Colomé, parece una locura imposible. El trabajo de Donald y Úrsula Hess, aun viéndolo en persona, estando ahí, tocando las hojas de parra, metiendo los pies en la pileta, caminando a la sombra de los álamos, sintiendo el perfume del jardín de lavanda, viendo los colores de los tomates de la huerta… se siente como una utopía. Un Edén en las alturas que casi no tiene sentido. Por suerte existen los visionarios. 


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