Colomé: el Edén en las alturas
2023-06-06Visitamos
Estancia Colomé, lugar de nacimiento de muchas de las
grandes etiquetas de la bodega, y nos alojamos en sus
impresionantes suites, rodeados de naturaleza y comiendo
grandes platos elaborados con productos de la región.
Además, una visita al Museo James Turrell.
texto y fotos MÁXIMO PEREYRA IRAOLA Primero,
y si todavía no lo hicieron, viajen a Salta. Es una
provincia mágica, repleta de lugares y lugarcitos por
conocer, colmada de paisajes impresionantes y rebosante
de restaurantes, bares, fondas y casas donde se sirven
las mejores empanadas que puedan probar. Con papa,
claro. Es una provincia grande, y haciendo base en la
ciudad capital se pueden hacer viajecitos a diferentes
destinos más y menos cercanos que enseñan mucho. Paso
a primera persona: la última vez que había estado en
Salta fue cuando tenía 15 o 16 años; habíamos ido con mi
familia desde La Rioja, un par de días, y recuerdo que
estuvimos en Cafayate pero por alguna razón la memoria
en general es bastante difusa. En estas dos décadas
intermedias tuve muchas ganas de volver, muchas veces,
pero nunca se dio. Finalmente, con mi pareja sacamos un
pasaje en enero para viajar en mayo, y no planificamos
demasiado nuestra estadía. Sí
hubo desde el primer momento (o desde antes) un objetivo
claro: conocer Colomé. A lo largo de los años fui a
montones de eventos, brindis, presentaciones en Buenos
Aires, y por las copas de mi casa han pasado básicamente
todos los vinos del catálogo de la bodega, incluyendo
algunos particularmente difíciles de conseguir. Es un
vínculo largo, que incluyó entrevistas a algunos de sus
mayores representantes, como Christoph Ehrbar, Matthieu
Naef y Thibaut Delmotte. También
escribí, alguna vez, sobre la Estancia, medio al pasar
porque no la conocía personalmente, pero reuniendo los
datos que me ofrecía la bodega y los comentarios de
conocidos que habían ido y me habían contado que era un
lugar único, inimaginable. Unos primos salteños me
dijeron una vez que Colomé era una especie de paraíso en
medio de la montaña. ¿Cómo no querer ir? Una
mañana, bien temprano, pasó a buscarnos el Colo Goytia
en su camioneta, grande y robusta, porque no cualquier
vehículo llega con facilidad a la estancia. Nos esperaba
un viaje largo, y por suerte la compañía no podría haber
sido mejor: al Colo le dicen así porque es colorado,
claro, pero bien podría ser un diminutivo de “Colomé”,
porque la representa como pocos. Tiene un verdadero amor
por estas tierras, cuyos viñedos más antiguos son de
1831. También es un apasionado por la provincia, por su
gente, por su historia. Es un embajador fascinante, que
pudo hacer que el viaje (y es un largo viaje, de como
cinco horas) fuera absolutamente ameno, con paradas que
según él eran imperdibles. Tenía razón: gracias al Colo
conocimos Cachi, pudimos presenciar el espectáculo de
los ajíes secándose al sol, aprendimos sobre las yungas,
y atravesamos el Parque Nacional Los Cardones con
información de primera mano. Un lujo. Lo
mejor del viaje, sin dudas, fue una parada que el Colo
consideró obligatoria y agradezco muchísimo: en Molinos,
la última localidad antes de llegar a Colomé, nos
detuvimos a almorzar en El rincón de las empanadas,
donde Enriqueta Velásquez prepara con amor de madre las
mejores empanadas que comimos en todo el viaje. Obtuvo
el tercer puesto en el Concurso Provincial de la
Empanada Salteña, y no es por nada. Molinos es un pueblo
chiquito, con una parte muy antigua y bien conservada y
una más moderna; donde más gente vimos fue en lo de
Enriqueta, cuya galería estaba repleta de turistas;
muchos de ellos, franceses. Un
preámbulo hermoso, entonces, pero ya queríamos llegar a
la bodega. La última parte del trayecto es la más
desafiante, pero hay mucho sol, todo está seco, y el
Colo sabe lo que hace. De repente estamos pasando por
las casas, la iglesia, la escuela y el salón de eventos
del pequeño pueblo de Colomé, donde viven algunos de los
empleados de la bodega. Subimos un poco más y entramos
por un camino repleto de plantas norteñas de todos los
tamaños y colores, ahora sí, a la estancia. Tal
como habían dicho mis primos, Estancia Colomé es un
paraíso. Una locura, algo que no se entiende bien cómo
existe. Mucho verde, árboles, plantas, flores, los
viñedos, por supuesto, y al otro lado de los alambrados
piedra, aridez, plantas espinosas, montañas. El
contraste es difícil de explicar, y ninguna de todas las
fotos que había visto del lugar hasta entonces (ni las
que saqué yo) le hacen justicia. Básicamente, hay que
ir. La
estancia está a cerca de 2.300 metros de altura, y es un
lugar para desconectarse: no hay señal de celular, sí un
poco de wifi, y el celular se vuelve casi inútil al
ratito de llegar. Los más dependientes sufrimos un
poquito de ansiedad, pero se va enseguida. ¿Qué mejor
que irse del mundo un rato? Hay nueve suites impecables,
enormes. La nuestra tiene un balcón, o más bien una
terraza que mira hacia los viñedos y las montañas, con
una buena chimenea a leña y una cama comodísima. El baño
es grande, con la bañadera y la ducha separadas de la
parte de tocador, y las toallas y batas son una caricia.
Dos de las suites tienen un living adicional y permiten
agregar camas para alojar grupos. Hay un gran patio
interno, un living, una sala de lectura repleta de
libros, un bar, el salón del restaurante que también se
extiende por una larga galería y una terraza gigante que
da a viñedos más antiguos; además hay un gimnasio, una
mesa de pool y una pileta enorme rodeada de reposeras,
sombrillas y cardones. Bien cerquita está la cancha de
bochas. Entre
todas estas cosas está la bodega original, operando
desde nada menos que 1831. La más antigua en
funcionamiento de todo el país. El fundador fue Nicolás
de Isasmendi, quien fuera el último gobernador colonial
de Salta, y fue su hija, Ascensión, quien trajo cepas de
Malbec y Cabernet Sauvignon de un viaje a Europa. Junto
con su marido, José Dávalos, plantaron estas variedades
en viñedos que aún se usan para la producción de algunos
de los mejores vinos de la bodega. En 2001 la bodega fue
adquirida por Donald y Úrsula Hess, quienes quedaron
cautivados por el lugar y sus vinos, y trabajaron
incansablemente para desarrollar el proyecto hasta
convertirlo en una empresa productora de vinos de
altísima calidad. Si bien la bodega principal (que
visitamos más tarde) es moderna y gigante, el lugar
donde se produjeron vinos durante la mayor parte de la
historia del lugar sigue en pie y contiene la estructura
original. A
la tarde, un par de horas después de llegar, nos sumamos
a una recorrida por la bodega, con degustación de
algunos de los vinos icónicos de las distintas líneas de
Colomé. Guiados por Sabrina, éramos un grupo de ocho
personas, todas de distintas nacionalidades. No hicimos
cabalgata, que es una muy buena opción con semejantes
paisajes, pero sí tomamos mucho vino, y no hay mejor
plan. Después
de la bodega, pasamos a la atracción absolutamente única
de Colomé, algo que no se puede encontrar en ningún otro
lugar de la provincia ni del país: el Museo James
Turrell, una experiencia indescriptible. Indescriptible
en más de un sentido, porque no se permite sacar fotos
ni hacer videos adentro, y está bien así; cualquier
descripción es un spoiler, y si piensan “contame total
no voy a ir”, corrijan esa mentalidad, porque vale
absolutamente la pena. Solo diré que en el museo,
dedicado a las exploraciones de James Turrell sobre la
luz y la sombra, se vive algo por momentos
cinematográfico, por momentos confuso. Hay situaciones
que ponen a prueba la percepción y los sentidos. Es
increíble. El
Museo James Turrell es intenso, así que al terminar
pasamos a descansar un poco antes de comer. Picamos
algunas cositas y tomamos un espumante de Amalaya
(bodega hermana de Colomé) antes de comer. Y en la
comida arranca una experiencia nueva: el menú de Colomé,
diseñado y curado por nuestra querida Patricia Courtois,
está pensado para aprovechar los productos de la zona y
trabajar de manera inteligente con los recursos
disponibles en un lugar aislado de todo. Es una carta
breve, con opción vegetariana y sabores norteños,
maridada por supuesto con los vinos de la bodega, que se
llevan bien con todo. De
entrada, pedimos por un lado una bomba de papa con
vegetales y queso de cabra, servida con un alioli de
tomates secos; por otro, una ensalada de hojas verdes,
bien fresca, con queso de cabra, semillas y fruta
fresca. Para
los principales, vamos por los ravioles de masa de
rúcula rellenos de calabaza y ricotta con manteca de
salvia (muy ricos), y el prime rib con milhojas de papas
y manteca de molle, jugoso y con mucho sabor. Tuvimos
ganas de tomar un blanco, así que fuimos por el Estate
Torrontés, que nunca falla. Los
postres sorprendieron: los cítricos con mousse de miel
de caña estaban perfectos, delicados y con una acidez
bien lograda. El pudding de dulce de leche y helado de
Torrontés fue una fiesta, y una buena forma de
homenajear a la cepa insignia de la región. En Estancia
Colomé se hacen buenos helados; lo terminaríamos de
confirmar al día siguiente. Después
de jugar un pool nos fuimos a acostar, sin distracciones
de pantallas ni sonidos, más allá del viento y la
naturaleza. Dormimos como reyes. A la mañana siguiente,
disfrutamos de un buen desayuno con huevos revueltos,
panes ricos y frutas en la terraza, mirando los antiguos
viñedos. Justo pasó un zorro curioso que atrajo la
atención de todos los huéspedes. Hay
varios circuitos armados para recorrer el amplio
territorio de Colomé, y nosotros elegimos el azul, que
nos llevaría unos 40 minutos. Tiempo suficiente para ver
los viñedos antes de un chapuzón en la pileta (el agua,
ese día, estaba helada, pero me animé) y el almuerzo.
Una vez más me sorprendió el contraste entre la
naturaleza rebosante de la finca y la aridez de la
montaña; se siente como caminar por los bordes del
bastidor de un cuadro muy colorido, viendo cómo a un
paso de distancia está la pared blanca. Vimos varios
pájaros, y sobre todo cotorras, alegres (y conflictivas)
habitantes de las viñas. Volvimos
a la Estancia, fundida entre el paisaje, ya para
almorzar y luego emprender el regreso con el Colo. A la
noche habíamos comido en el salón del restaurante, pero
esta vez, aprovechando el día soleado, optamos por la
galería. El almuerzo fue todavía mejor que la cena:
arrancamos con una empanada de carne y una de quinoa con
queso de cabra, y un espectacular carpaccio de llama
especiado con pimienta de molle, queso de cabra y tuna. Luego
pasamos al estofado de llama en vino tinto con
vegetales, de sabor muy rico e intenso, bien especiado;
y el ojo de bife en reducción de Malbec con papas
doradas, vegetales salteados y chutney de manzana,
también excelente. Nos
tentaron varios postres, pero fuimos por un arrollado de
almendras y naranjas con helado de chocolate, y por el
helado de burrito, impresionante, acompañado por un
brownie bien húmedo. Gran final para una estadía que
podríamos haber estirado varios días más. Los
vinos de Colomé, en mi opinión, merecen ser celebrados
siempre. Hay un trabajo impresionante detrás de cada
botella y cada línea, y una historia fascinante que,
estando en las alturas de Estancia Colomé, parece una
locura imposible. El trabajo de Donald y Úrsula Hess,
aun viéndolo en persona, estando ahí, tocando las hojas
de parra, metiendo los pies en la pileta, caminando a la
sombra de los álamos, sintiendo el perfume del jardín de
lavanda, viendo los colores de los tomates de la huerta…
se siente como una utopía. Un Edén en las alturas que
casi no tiene sentido. Por suerte existen los
visionarios.