Adentro puro temblor
2015-12-08Crónicas de un snob
DE LAS COSAS DEL VIVIR, DE LAS COSAS DEL QUERER. como en la canción, la de Salta, dónde iremos a parar si se muere Woody Allen. Áspera es la pregunta, pero inevitable. Balderrama –dónde iremos a parar– era, cuando la conocí en compañía de Eduardo Falú y algunos golfos salteños allá por el Jurásico, un lugar lleno de humo y rancio tufo a vino pesado de los que chupaban y coqueaban a la espera de que El Cuchi Leguizamón o Jaime Dávalos, vaya artistas, le metieran a la música y a la poesía. Un boliche marginal y de culto que empezaba, junto a una zanja, a justificar la nostalgia anticipada que es tantas veces sello de esta tierra: dónde iremos a parar, si se apaga Balderrama. Arriba, las estrellas aportaban su belleza y su temor cósmico a la fragilidad de la vida humana sostenida por los bombos furiosos que combatían su fugacidad.
Cierta noche le dijo Dávalos a un amigo, allí, en la puerta de Balderrama: “Te regalo esos cerros, te regalo ese río, te regalo los valles”. Mi amigo le pidió que lo pusiera en papel y lo firmara. Y todos reímos, de mismo modo en que reímos con las trágicas historias de Woody Allen, que anda por los 80 y tiene un papel protagónico en el cine del siglo pasado y en lo que llevamos del que nos toca. Siempre beneficia a la sensibilidad y al absurdo existencial cualquier film de Woody Allen. Nunca pasa de moda: huella y genoma de los clásicos.
La moda, la moda, la moda-moda, propone en estos días ponchos como los que se veían entonces en Balderrama. Esos eran, claro está, colorados y bien de Güemes, con su franja negra para recordar la muerte del hombre venerado. La moda quiere ponchos de todo tipo, no sólo como los que evocan a Martín Miguel. Han terminado por ser cancheros, faltaba más. Alguien le dijo a Borges: “El poncho fue el primer techo del gaucho”. Y Borges, que se sentía incómodo ante la palabra gaucho –con justicia, porque es una palabra de hombres de ciudad, excepto, justo, en Salta: en el campo la gente se refiere a otro como “paisano”o “criollo”, nunca como “gaucho”, en ocasiones “gauchito” para decir gentil, agradable– replicó: “Lindo techo, con un agujero en el medio”. Era bravo el ciego. Y divertido.
Dejémonos de ponchos, que a los hombres tornan un tanto arrogantes y a las mujeres misteriosamente sensuales, como si dieran la idea de que es lo único que llevasen puesto. Acerquémonos, en cambio, a la afirmación de la Organización Mundial de la Salud de que la carne es apenas algo menos que un veneno de los que alcanzaron auge en el refinado y cruel Renacimiento. La carne de asados, de cuadriles y todo eso, pero, sobre todo, la carne procesada –creo que es la palabra– para convertirla en embutidos. Como los chorizos de estos pagos, como las salchichas germánicas, como los emocionantes jamones ibéricos de bellota y pata negra, como los salames de Italia –aquellos con los que se banqueteaba a solas Burt Lancaster en un film de Visconti–.
Como los polacos abundantes en grasa que tiran tanto de la cerveza como del vodka. En fin, los tipos han comunicado las cosas con poca fortuna, eso es seguro. Como es seguro que si uno se pone a la tarea de tragar chorizos todos los días algo se va a averiar. Cierto día le pregunté en Madrid al Nobel Severo Ochoa qué había que comer y me dijo “de todo”. El premiado por asuntos relacionados con las complejidades de los procesos vecinos de la alimentación incluía en su dieta a Sara Montiel, con aquella lengua lenta entre los labios. Bien por él.
Tarde llego por las noches desde la radio al edificio centenario de San Telmo donde me guarezco y, hasta que llegan las deliciosas y algo temibles brumas del sueño, busco lectura. Dejada aparte por su tamaño ladrillo, encuentro La reina en el palacio de las corrientes de aire, último de la trilogía Millenium, del sueco Stieg Larsson, expulsado de este mundo por un bobazo sin conocer el éxito mundial de las novelas y de su personaje central, la indomable, enjuta y freak Lisbeth Salander. Algo pesado sobre el esternón, me las arreglo. Y no me arrepiento.