Una noche en Thames con Germán Sitz

De brindis en brindis y de plato en plato, recorremos la calle más excitante de Palermo guiados por Germán Sitz, creador junto con Pedro Peña de algunas de las propuestas gastronómicas más interesantes y variadas de la escena porteña en los últimos años. De Juan Pedro Caballero a La carnicería, pasando por Niño Gordo y menciones a proyectos paralelos y futuros, un recorrido por la arteria sibarita más candente de la ciudad.



por MÁXIMO PEREYRA IRAOLA y MANUEL RECABARREN

fotos de MÁXIMO PEREYRA IRAOLA

@manurek

@maximopi


No es un río: la calle Thames en Palermo no homenajea al Támesis inglés, como podría pensarse, sino a José Ignacio Thames, un sacerdote tucumano que formó parte del selecto grupo de firmantes de la Declaración de la Independencia. Dato de color con el que pueden hacer lo que quieran, desde corregir molestamente a alguien hasta impresionar a una cita con su sapiencia urbana.


Claro que para impresionar a una cita en Thames la historia sobra. En Thames se come bárbaro, y así como lo sabemos nosotros también lo sabe el mundo: en junio la revista británica Time Out ubicó a la arteria palermitana en el décimo lugar de su lista de las 30 calles más cool del mundo, evaluando parámetros como la gastronomía, la cultura, la comunidad y el entretenimiento. En Thames hay mucho bar, mucho restaurante chiquito y canchero, mucho emprendimiento independiente, todo tipo de precios. También en Thames están Pedro Peña y Germán Sitz. Ya hemos hablado antes con Pedro, en tiempos de radio cuisinera y para la última edición publicada de Cuisine&Vins. Todo este relato tiene que ver con Germán.



JUAN PEDRO CABALLERO - CHUNTARO STYLE
@xjuanpedrochuntarostylex
Thames 1719
Lunes a domingos de 12 a 00 h; churros hasta las 19, tacos hasta las 00.


(19:30)


Habíamos quedado en encontrarnos temprano. De Germán sabíamos lo que decían otras notas y lo que comentaban conocidos que lo quieren, lo respetan, lo conocen, son amigos. Nos lo habíamos cruzado en un par de eventos como Masticar, alguna que otra vez en otro lado, y aunque siempre se mostró bien predispuesto, la sensación era la de alguien muy dinámico, siempre ocupado, conciso en cuestiones de prensa. Cada uno en una banqueta, empezamos a hablar mientras sacamos fotos, y el cocinero (cabe decir "empresario gastronómico", teóricamente, pero no le entusiasma mucho la etiqueta) no tiene exactamente un speech preparado, aunque sin duda contó este cuento varias veces.


En cierta forma estamos arrancando por el final, porque esta noche Juan Pedro Caballero sigue siendo el emprendimiento más joven de Sitz y Peña, el cuarto en abrir después de La Carnicería, Chori y Niño Gordo. El primero fue una reversión un poco más sofisticada y bastante más divertida de, digamos, el asado argentino. El segundo fue una reinterpretación del bienamado choripán, con un tono y una gracia que nos dio vuelta la cabeza a todos, una bocanada en plena época de saturación de hamburgueserías. Más tarde llegó Niño Gordo, fusión de sabores de acá y de Asia, más experimental y sin un único producto identificable como concepto. Y luego, los churros.


 


Dice Germán: “Veníamos desde hacía tiempo jugando con la idea de meternos en la gastronomía de la tarde, algo en lo que todavía no habíamos incursionado, y el churro nos pareció un buen producto para reversionar, volviendo a nuestro modus operandi. Y abrimos la churrería, y nos estaba yendo bien, pero al tiempo nos dimos cuenta de que la caja que hacíamos era ínfima. Nadie viene y te dice ‘dame media docena de churros’; piden uno, o un par, se toman un café, gastan poco. Los fines de semana había colas eternas, laburábamos un montón, después cerrábamos y veíamos que la caja era re tranqui, porque el ticket promedio era muy bajo. La pandemia complicó todo, por supuesto, y fue entonces cuando decidimos, a pesar de tener un buen movimiento, ampliar y meter la taquería”.


Hablamos de churros mientras admiramos el arte de Alan Berry Rhys, quien diseñó la identidad del local. Y no hay churros, dejaron de hacerlos hace un rato, pero ya los conocemos y podemos decir que tienen algo como de éclairs, rellenos y terminados por arriba, y que son muy ricos. Esta nota tiene más que ver con lo salado. Así, pues, tacos. Todas las porciones vienen de a tres pero nosotros ligamos cuatro, un popurrí: el de birria de res con frijol puerco y salsa de aguacate; el de carnitas; el pastor y el del taquero tarko, opción rotativa que hoy es de chinchulines. Los picores son moderados, para que los paladares rioplantenses no transpiren de más. Para aquellos más corajudos o intrépidos, hay una variedad de salsitas con distintos sabores y niveles de picante. Para nosotros, la ganadora absoluta es la de maní, que no quema tanto pero explota de sabor. Ah: si son de lo picante, cada tanto hacen competencias de resistencia, y algunos afortunados y valerosos participantes se ganaron un año de tacos gratis. Según Germán, pasaron por el infierno (“Yo prefiero pagar todos los tacos del año antes de pasar por eso”).



El dúo venía viajando mucho a CDMX, y eso influyó en la búsqueda. “Dijimos ‘vamos a hacer lo que sabemos, que es comida salada, para que la gente chupe, coma, la pase bien’ y pensamos en tacos. Aparte, uno de nuestros jefes de cocina, Omar Hernández y Hernández, de Niño Gordo, es mexicano. Lleva mucho tiempo con nosotros, pasó la pandemia con nosotros a lo gladiador (porque la pandemia fue para gladiadores), y lo reconocimos ofreciéndole ser nuestro socio en la taquería; hoy es uno de los dueños de Juan Pedro Caballero, y si bien con Pedro contribuímos con las ideas y demás, Omar es quien pone los sabores”, cuenta. 


Probamos estos cuatro tacos pero también hay de mar, vegetariano… las opciones siempre son cinco o seis. También sirven pozole, que es una sopa de maíz y cerdo, y una sopa azteca vegetariana, de tomate, que dicen que está buenísima. Se anota. Con la cerveza en mano, a medio terminar, nos levantamos y caminamos hacia Niño Gordo.



(Si les da intriga el por qué del nombre, Juan Pedro Caballero, sepan que nos pasó lo mismo, y preguntamos. La historia es larga, y se puede googlear parcialmente, pero vale más escuchar la explicación de Germán. Quédense con la intriga, o vayan y pregunten).


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Un par de cuadras para atrás, en Thames 1653, queda Chori, lugar que no visitamos esta vez pero que fue otrora escenario de múltiples comilonas entre amigos, parados en la calle o sentados sobre banquetas, bajándonos botellas de vino o alguna que otra birra. No habrá fotos en esta ocasión, pero igual hablamos un poquito al respecto. Va cita directa de Germán:


“Con Chori nos pasó que vimos que el choripan estaba ahí, quedado, mientras todo el mundo le daba a la hamburguesa. Pensamos: ‘Tenemos el chori ahí en la costanera, nadie lo tocó, hagámoslo nosotros’, y así nació Chori, reversionando los sabores, la elaboración, todo. ¿Por qué no meter un chori de jabalí, uno de pato sembrado con foie gras, uno de pescado? Algunas versiones eran muy eventuales; cada vez que sacábamos un chori de pato confitado sembrado con foie gras, por ejemplo, perdíamos plata porque era imposible cobrarlo por lo que valía. Es un escenario desde el que, reversionando el sándwich y sus sabores, pudimos mostrar lo que podíamos hacer, a dónde podíamos llegar con un producto. Y a la gente le encantó”.


***

NIÑO GORDO
@xniniogordox
Thames 1810
Martes a viernes de 20 a 00 h; sábados y domingos de 13 a 17 y de 20 a 00 h.


(20:14)


Bueno, este lugar nos encanta. Vinimos varias veces, lo llevamos a nuestra edición impresa, lo recomendamos un montón, y descubrimos felices, en un momento, que la forma de que las fotos no salgan rojas es sencillamente usar un flash (aunque el rojo importa). Está lleno de gente, aunque esté siendo respetado el aforo, y nunca lo vimos de otra manera. Nos sentamos en la parte de atrás, con las mesas bajitas, los murales y los dragones. 


Niño Gordo surgió de un viaje a España (¡sorpresa!); en un par de lugares que visitaron, Germán y Pedro vieron cómo lo asiático se empezaba a fusionar con la gastronomía local, y les pareció interesantísimo. Pedro se fue a Asia cuatro meses a trabajar en distintos restaurantes de allá, y cuando volvió le terminaron de dar forma a este proyecto. 



Entrar en Niño Gordo es escapar por un rato de la ciudad. Entrar por esa puerta mínima, misteriosa y sumergirse en un mundo escarlata. Asia está presente en cada detalle. ¿Es China? ¿Es Japón? ¿Importa? No. Con un concepto fuerte y bien propio, Niño Gordo construye su identidad. En pandemia (en cuarentena) llevaron todo esto a las casas, con unas cajas increíbles que incluían en un foco rojo para ambientar la situación. Armaron cosas con distintos artistas, como Fede Lamas, por ejemplo, cuyos dibujos esconden dibujos secundarios que saltan a la vista usando lentes rojos especiales. De la colaboración con él salieron unos individuales ilustrados que se mandaban con los lentes para admirar el arte después de comer.


Las bebidas están pensadas para acompañar sabores étnicos. Los cócteles son todos clásicos con alguna vuelta de tuerca oriental, como el “Niño gordo y borracho”, su versión de un boulevardier; o el “Sucio y bonito”, pariente del Martini. Los vinos van en la misma línea: blancas aromáticas (probamos un Pinot Gris de Riccitelli memorable) y tintos ligeros que no compitan con los platos, aunque aseguran que siempre hay alguna botella de Malbec para los tradicionalistas.



Es gente que sabe mucho de carne (ya verán), así que hay mucha fusión interesantísima con carnes, pero también hay verduras, frutas, pescado, lo que quieran. El menú es fuerte, expresivo, corto pero completo, cierra por todos lados. Y en el fondo, capaz no importa. Entre los pescaditos de la entrada, las lámparas chinas, la barra repleta de muñequitos y juguetes de todo tipo, la experiencia es tan envolvente que directamente invita a decir “traeme lo que quieras”. Y eso hacemos; que decida Germán.


Llegan clásicos imperdibles: el Katsu Sando (pan brioche, bife a punto, tonkatsu y mayonesa); el Tataki de bife; una buena porción de kimchi y un infaltable bowl de arroz para acompañar; un pollo frito también muy rico; y la pesca a la plancha, que es un show desde que llega a la mesa: escondida entre espinacas crocantes, es regada por el camarero con un curry especiado y picantito. Sale con berberechos y boniato. El pescado cambia constantemente: nos tocó chernia (nosotros encantados) que bien podría haber sido lisa o cualquier otro.



Ya estamos hablando mucho, y fuerte, y de cosas que no tienen nada que ver con la gastronomía. Agarramos la botella que venimos tomando, que seguramente sea la segunda de Pinot Gris porque definitivamente nos bajamos ya una entera, servimos lo que queda y salimos a la calle, así, con las copas en la mano, como yendo de una punta a la otra en un casamiento, por ejemplo.


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Un par de cuadras separan Niño Gordo de La Carnicería, y en el medio, con esta situación de copas y mezclas de bebidas en sangre, se dicen muchas cosas, no se graba ninguna. Pasamos por una esquina que pronto será… algo. Algo más. No hay audios de esa caminata, esto fue hace algunas semanas, falló el ejercicio periodístico, los buenos hábitos quedaron truncos. Sí podemos decir que recordamos que es un espacio con mucho foco en el vino, con mucha influencia española. Va a haber tapas, una cava enorme con grandísimos vinos, y los habitués oficiales van a poder convertirse en miembros, comprar y guardar vinos, y va a haber vinos de afuera, y cepas poco consumidas acá. Se va a llamar… Paquito. En fin, es una esquina linda, y Germán nos contó todo al respecto con tal aire de comodidad con respecto a Thames, su calle, su territorio, que daba la sensación de que en cualquier momento íbamos a pasar por un kiosquito cerrado e iba a decir “mirá este kiosco, cerró, podríamos poner acá un localcito de fondue al paso, mañana le digo a Pedro”, o algo así.


Creativo, emprendedor y hambriento de probar cosas nuevas, como su socio; van a abrir El Dorado, en Puerto Madero, un lugar noventoso, fabuloso, dorado, con buenas carnes a la parrilla, buenos arroces (!!) y buenos vinos; también están próximos a inagurar Delta, en Rosario, en una ubicación increíble con vista al río. Ahí la comida va a ser asiática, con buena coctelería, y va a participar del proyecto Tato Giovannoni.


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LA CARNICERÍA
@xlacarniceriax
Thames 2317
Martes a viernes de 20 a 00 h; sábados y domingos de 12:30 a 17 y de 20 a 00 h.


(22:10)


Tres horas después de arrancar y con muchas copas encima, como ya lo hemos dicho, la noche se convirtió en una especie de salida con amigos en la que se habla de cualquier cosa y cada tanto se vuelve al eje. Hay mucho audio en los celulares, muchos fragmentos incomprensibles por el ruido del lugar, y cantidades de fotos descartadas. Pero la conversación en general fue tan rica como los montones de platos y platitos que fueron llegando en procesión desde la cocina.


Estamos en el origen. Germán y Pedro, uno de La Pampa y el otro de Colombia, se conocieron hace más de 10 años cuando trabajaban juntos en un restaurante. Se hicieron amigos, empezaron a pensar en armar algo propio, y salieron con La carnicería, un concepto nuevo de algo que en Argentina conocíamos muy bien. “Empezamos a hacer como una nueva parrilla, por así decirlo”, cuenta Germán. “Venías y te encontrabas con la columna vertebral del asado, con el chorizo, la morcilla, la molleja, las costillas; pero cuando las pedías recibías un plato diferente: acá la morcilla sale con una compota de manzana, con unas pancetitas ahumadas que hacemos nosotros mismos, unas papitas con limón, porotos al escabeche y unas hojitas de huacatay, por ejemplo. ¿Querés mollejas? Ok. La molleja viene con miel de caña, cake de maíz, yogur, puntitos de ajo negro. Con la costilla lo mismo; ahumada con un puré de coliflor. Nos pusimos a construir otro tipo de sabores”.



Parece poco tiempo, pero hace siete años, cuando La carnicería nació, la gastronomía en Argentina casi no se conceptualizaba. Los restaurantes no tenían en general un mensaje visible, una identidad bien definida. Germán y Pedro decidieron conceptualizar, y lo hicieron nada menos que desde la carne. Desde el principio tuvieron una gigantografía de una cámara frigorífica con las reses colgadas, y por aquel entonces entrar a un lugar ambientado de esa manera era impensado, más allá del veganismo. Jugaron con el impacto y desafiaron al carnívoro hipócrita. “Empezamos a laburar mucho con eso; ¿de dónde piensa la gente que viene lo que está comiendo? Nos interesaba trabajar desde ahí, hablando de la trazabilidad, mostrando el origen como es. La carne no sale de una bandejita de telgopor”, dice Germán. 


Y de carne Germán sabe mucho. Su familia se dedicó siempre al campo, y cuando era chico, tras volver a La Pampa después de vivir un tiempo en Israel, sus padres se pusieron a desarrollar el campo y la cuenca lechera que la provincia todavía no tenía. Trabajaron para implementar mecanismos de importaciones, y hoy producen animales no solo para La carnicería y Niño Gordo, claro, sino también para mercado interno y exportación. Angus para la carne, Holando para el tambo. Crían animales de 500 kg, de pastura, con una genética estabilizada.



Cierto, la comida: el pancito con manteca es reemplazado (y ampliamente superado) por pancito con caracú. Sí, caracú: “nada de tuétano ni nombres raros” aclara Germán, reivindicando el aspecto popular de la médula ósea, tan de moda.


En un híbrido entre vajilla y cráneo de vaca, perdonen impresionables, llega un ceviche de nalga, un plato que resume la esencia de La carnicería: es arriesgado y valoriza cortes nobles que no tienen la mejor prensa; lo podrían haber hecho con lomo, pero acá se busca explicar el lado B de la vaca, decir "bueno, podés usar todo esto para un montón de cosas", erradicar esa idea de que, por ejemplo, la nalga es solamente para hacer milanesas. El resultado es inmejorable, la carne brilla por su ternura y la combinación final es fresca, compleja y deliciosa. Tiene una leche de tigre muy rica, todo funciona.  En gastronomía tal vez abusemos un poco de palabras como espectáculo, pero esta ocasión lo amerita.


 


Para acompañar la carne, porque también recibimos unos chinchulines hermosos y un bife de chorizo que madre mía, vienen todo tipo de platitos: hay coliflor, kale, repollitos de bruselas, tomate, una cosa más rica que la otra. “Con las entradas podemos combinar y llegar a otros sabores, por eso nos gusta jugar mucho con las guarniciones y demás para poder potenciar la carne”, dice Germán. Y con respecto al punto de la carne, agrega: “El ojo de bife, para el que le gusta más jugoso, a punto, es nuestro corte estrella. Y cuando nos dicen ‘che, lo quiero cocido’, ofrecemos el corte ahumado, que tiene 20 horas de cocción, la costilla se sale del hueso; llevar un ojo de bife a cocido es hacerlo pelota. Por una cuestión de fibra, de fisionomía de cada corte, hay un punto establecido en el cual el corte llega a su máxima expresión. Después, si me decís ‘quiero un bife de chorizo cocido’... yo no voy a explicarte cómo lo vas a comer. Una vez un sommelier me dijo que en la mesa no se hace docencia. No te voy a explicar a vos que estás pagando qué tenés que comer; sí trato de llevarte, de sugerir, con sutileza”. 


El vino de la casa se luce en una botella sin etiqueta y con la palabra “bife” en relieve brillante. En su interior, 90% de Malbec y un 10% de Cabernet Sauvignon de los Valles Calchaquíes. Es un vino bien norteño (a Germán le encantan los vinos de Salta), con una intensidad imponente pero bien equilibrado, ideal para acompañar los platos a la parrilla.



¿Qué piensa Germán Sitz de la carne madurada, tan de moda hace unos años? Esto: “Nosotros maduramos desde siempre. Nunca lo comunicamos porque creemos que es un proceso natural. Un animal alimentado a pasto, de 500 kg, para exportación, sí o sí tiene maduración. Los Angus de 500 kg requieren entre 15 y 22 días de maduración. Una Holando, 40, 45 días. Pasa lo mismo que con el vino: hay vinos que no tienen que tener paso por barrica, ni tiempo en botella, salen y van, frescos. Hay otros que en cambio necesitan un buen tiempo en barrica, unos buenos años en botella. Si yo saco una media res de 500 kg, caminada, con pasto, y te la doy de comer al segundo día, me vas a decir que es una carne de mierda. No está en su momento, le faltan días de heladera. A los 20 días te doy ese mismo animal y te da vuelta la boca. De nuevo, tal como el vino, la carne llega a su máxima expresión en un momento y después arranca su declive. Dependiendo del animal, varía el punto, y no va a ponerse necesariamente mejor por pasar más tiempo madurando”.



Sale un Glenfidditch excesivo pero ¡qué importa!, acompañando un flan y un budín de pan que nos hacen muy felices. Termina la noche, tomamos responsables taxis a nuestros hogares después de hacer un par de promesas y planes ebrios que qué lindo si se concretasen pero perfecto si no. Quedan descartados de esta larga nota, que son casi tres notas separadas, fragmentos interesantísimos de una conversación larga a lo largo del reino de Thames. Ya encontrarán su lugar, o no. Lo cierto es que al principio hablábamos de que comenzábamos por el final, pero con Germán (y con Pedro) ese final siempre está abierto, y nosotros estamos muy atentos a lo que se viene.





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