Una excursión a Caseros

Entre San Telmo y Barracas existe un boulevard, atrapado entre la calle Bolívar y Parque Lezama, donde nació hace una década un polo gastronómico que fue tomando fuerza hasta convertirse en un oasis casi parisino con propuestas gastronómicas de todo tipo. Después de un par de años sin visitarlo, volvimos a Caseros para entregarnos a sus mieles sibaritas.



por MÁXIMO PEREYRA IRAOLA fotos de MAURO ROLL @maximopi @mauro_roll_fotografo

 

Después de hablarlo durante un par de semanas, de que Cris Goto preparara un pequeño mapa con tabla de horarios incluída, contactos fundamentales y platos imperdibles, de coordinar con Mauro Roll, eterno amigo de Cuisine, para que me acompañara con su cámara en mano, caí en el boulevard de Caseros un viernes a la mañana. El plan original era ir un domingo, pero cayeron restricciones justo antes y hubo que cambiar de fecha. Decidimos ir la mañana, cerca del almuerzo pero temprano “para enganchar gente en las veredas y a la vez no interrumpir demasiado el servicio”. 

Situación: diluvio, o al menos la lluvia suficiente para asegurar que no habría ni gente en la vereda ni sol para fotos al aire libre. Como ventaja, porque hay que ser optimistas, casi todos los personajes de la lista iban a estar un poco más tranquilos para hablar. Mauro y yo llegamos por separado pero puntuales a esta cuadra que hace una década empezó el camino de transformación que en muy poco tiempo la transformó en un tesoro gastronómico de la ciudad, un pequeño polo que a veces cambia, casi siempre se mantiene igual, y respeta en todo aspecto la arquitectura y el espíritu de la zona. Los vecinos aman el boulevard, como cada persona que lo descubre.

 

HIERBABUENA

La primera parada fue Hierbabuena, donde nos recibió su cocinero David Gdansky. Restaurante, almacén, mercado; Hierbabuena es un poco de todo, y ocupa varios locales que con distintos nombres se encuentran hermanados por el concepto de la alimentación sana, natural y fresca. Empezaron hace 11 años, cuando el boulevard todavía no era sinónimo de buena gastronomía, y con el tiempo fueron expandiéndose. “Teníamos el almacen donde había varias cosas; hace cerca de cinco años abrimos una pastelería y panadería propiamente dicha, y eso fue llevando a que en los últimos tres años pasáramos a producir casi todo nosotros, desde mermeladas y dulce de leche hasta pastas secas, pestos, aceites saborizados, granolas, barritas de cereales, etc. El concepto de Hierbabuena es ese: mientras más podamos evitar a la industria alimenticia y producir nuestras propias cosas, mejor”, cuenta David.

La comida siempre fue natural, orgánica e inconfundiblemente home-made. En su momento tenían algunas proteínas, como pollo de campo y salmón curado (que con la cuarentena volvieron a vender), pero abundan sobre todo las opciones vegetarianas y veganas. Todo es sano, no hay gaseosas, no hay frituras, no hay carnes rojas; siguiendo esa línea nos trajeron para tomar un jugo verde (kale, espinaca, apio, manzana verde, ananá y jengibre) y para comer una Tarte Tatin tremenda, con tomates confitados, mozzarella de cajú, olivas griegas, azúcar mascabo, chips de kale, pesto de rúcula, un aderezo a base de soja y alcaparras curadas sobre masa de hojaldre vegano. Quién necesita carne.

Esa misma pregunta con la que termino el párrafo final se la hicieron en Hierbabuena, y así terminaron abriendo, en diciembre del año pasado, Hierbabuena Vegan, una hamburguesería 100% plant based. Dicen que les está yendo bien con este nuevo proyecto, aunque ansían que termine la pandemia para poder recibir a su público más fuerte, el extranjero.

Sobre el para tantos fatídico 2020, David dice: “El año pasado lo que hicimos estuvo buenísimo. Al principio hubo mucha incertidumbre, emociones diferentes todo el tiempo, muy difícil, pero nos fuimos adaptando y reconvirtiendo. Centralizamos un poco todo desde el market, que fue la única unidad que nos permitieron dejar abierta todo el tiempo, y desde ahí hicimos funcionar el restaurante y The Pizza, nuestra pizzería; ahí nació también Hierbabuena Vegan, gracias a que pudimos aprovechar ese tiempo para desarrollar las recetas. Vendimos desde bolsones de verduras orgánicas hasta combos con los panes y las mermeladas que hacemos, combos de desayunos, almuerzo, merienda, brunch…”.

El camino fue duro, pero les permitió encarar esta segunda ola, muy diferente, sin miedo. “También es cierto que todo cambió”, dice David. “El que cree que es igual que el año pasado está errado. Para los restaurantes es más difícil vender en esta cuarentena que en la anterior”. Sin embargo, ahí están, ofreciendo cantidades de opciones para disfrutar en la vereda (cuando se puede), en el salón (cuando se pueda) o en casa (cuando uno quiera). Antes de irnos, foto del equipo: Juan, Mauro, Lila, Damián y Milton, todos muy copados.

 

NÁPOLES

Nos pasamos varias horas haciendo un zig-zag que arrancó al cruzar la vereda para ir a Nápoles. ¿Qué es Nápoles? Es un bar, es un anticuario, es un local de ropa, es un restaurante, es un ¿museo? Un poco de todo, porque en este espacio gigantesco. Gabriel del Campo, célebre responsable de este proyecto medio delirante, no estaba en persona, pero sí en esencia: un lugar así no puede salir sino de la cabeza de una persona muy particular; pídanle a cualquier equipo creativo, a cualquier agencia, que armen una réplica, y caigan en la inevitable frustración ante el resultado. Hay cosas enormes, ridículas, que hacen que el salón parezca todavía más grande de lo que es, y a la vez genere un poco de claustrofobia (pero una linda). Muñecos y estatuas, mapas y globos terráqueos, lámparas y sillas de distintos orígenes y estilos. Más de un auto entero, y alguno que otro desarmado. Un altar. Caballos de calesita. Mauro me dice “lo loco es que todo, absolutamente todo, está en venta”, y no sé si es verdad, pero me parece muy probable.

De repente hay una barra, y ya que estoy ahí pido un trago antes de seguir recorriendo. Después me encuentro con una chica en una mesa que me invita a recorrer los percheros llenos de ropa, también en venta, claro, y sigo estando en el mismo lugar. Entre una cosa y otra hay pequeños ambientes y cubículos y escaleritas y por todos lados aparecen rinconcitos para comer en distintos climas y contextos, en citas y con amigos y con familia y en soledad. Y ahí hago el click y me acuerdo de Nápoles pero Nápoles la ciudad, en Italia, donde estuve hace un año y medio y de la que volví fascinado por su quilombo, sus autos y motos siempre a punto de atropellarte, sus ruidos, su todo a los gritos, sus callecitas por las que se camina entre las bombachas de una señora colgadas junto a una puerta y las medias de una familia numerosa debajo de una ventanita. Todo tiene sentido, es obvio, está clarísimo. Un googleo rápido confirma cualquier sospecha.

Me perdí pero vuelvo a la barra (una de las dos) donde me espera un Tintarella di Luna hecho con Cynar, licor de Marraschino, espumante, limón, almíbar y cardamomo. Y el plato para acompañar: sorrentinos de bondiola braseada en salsa de cerveza negra y ragú de hongos. Parte de una carta corta pero potente, italiana y porteña. Sale acá también una foto con los miembros del equipo que nos recibieron: Alejandro, Jonathan, Facundo y (de nuevo, pero es otro) Jonathan.

 

CLUB SOCIAL DELUXE

De nuevo nos cruzamos de vereda, esta vez para visitar el Club Social Deluxe, ocupante histórico de la cuadra y un verdadero bistró americano, simpatiquísimo y muy bien puesto. Ahí nos encontramos con Elizabeth; los propietarios de este lugar son Diego Sícoli y Ariel Almeyda, pero nos vamos a encontrar con ellos un poco más tarde.

Acá preparan de todo, y la carta merece ser explorada con un poquito de tiempo a menos que prefieran, como yo, desligarse de la responsabilidad y pedir que la casa recomiende. Hay pesca, hay carne, hay risottos, cosas más rápidas, cosas más lentas; todo está elaborado con amor, las presentaciones son lindas, los sabores están bien presentes y la atención es bárbara. Además, tienen una barra magnífica, donde Darío preparó con toda la dedicación del mundo una reversión del Manhattan que lleva almíbar de miel y canela, un toque de perfume de naranjas y Cinzano especiado.

Con esta cosa de la cocina francesa y la americana conviviendo bajo un mismo techo, no tengo idea de qué van a traerme. Finalmente llega una hamburguesa que inmediatamente me hace agua la boca: doble carne, panceta, queso, cebolla, un pan espectacular. Las papas, buenísimas. Agradecemos, Mauro les saca una foto a Ana, Darío, Miriam y Elizabeth, y seguimos viaje.

 

LA BURRERÍA

Es gracioso: otra vez hay que cruzar al lado impar. La Burrería existe desde agosto de 2019, cuando un matrimonio de cocineros decidió invertir los ahorros de sus vidas para abrir un lugar propio con mucho cariño y muchas ganas. Israel Dugay y Constanza Llorente se conocieron trabajando en Barcelona. Él mexicano, ella argentina. Israel es cocinero; estudió en la célebre Hofmann, hizo especialidades en El Bulli y también se metió, acá en Argentina, en una Clínica Gastronómica en la escuela del Gato Dumas. Constanza también estudió en la Hofmann, aunque se dedicó a la repostería. En algún momento decidieron venirse a Argentina y se mudaron a dos cuadras del boulevard. “Veíamos que este local estaba siempre cerrado”, cuenta Constanza. “Cuando vimos que estaba en alquiler dijimos ‘esta es nuestra oportunidad’ y nos encontramos con un galpón, como un depósito, que tuvimos que transformar en restaurante haciendo absolutamente todo desde cero”.

El lugar es puro color y mexicanidad. El techo es muy alto, pero no lo parece tanto gracias a la creatividad y la paciencia de Constanza, que aprovechó un embarazo que la tuvo en cama un mes y medio para hacer a mano cualquier cantidad (cualquier cantidad) de ojos de dios, las tradicionales y coloridas mandalas tejidas mexicanas que hoy cubren el local de punta a punta.

La comida es bien mexicana y bien callejera. La carta no es demasiado extensa, algo que me parece positivo siempre, e incluye burritos, tacos, nachos, gringas con distintos rellenos. Cerveza bien fría, tirada o en botella; aceptamos con Mauro la invitación a probar los nachos La Burrería, el burrito veggie y dos pintas grandes de birra, y quedamos contentos con absolutamente todo. Nada es muy picante, salvo que uno lo pida, porque la cocina está adaptada al paladar argentino, y acá con el picante somos un poco más temeroso.

Como decía al principio, Israel y Constanza abrieron en agosto de 2019, y claro: devaluación, cambio de gobierno… y pandemia. “Nos agarró todo. Es nuestro primer proyecto, así que fue muy desgastante. No tenemos delivery propio por lo que trabajamos con las aplicaciones, a las que si contrabas post-pandemia te cobraban un porcentaje mucho más alto que si las tenías de antes. Muchas cosas fueron difíciles, pero sobrevivimos. Los vecinos nos dieron una mano enorme viniendo a comprar, pidiendo; en la zona no hay muchas opciones mexicanas, y en el polo de Caseros somos los únicos”, cuenta Constanza. Los fines de semana, cuando está habilitado salir y ponen toda la calle a disposición de los restaurantes, todo el color y la alegría de La Burrería sale para afuera. Hay que volver para eso. 

 

CASEROS RESTAURANTE

Cruzamos de nuevo, y ya nos vamos a quedar de este lado, el más nutrido de opciones. Y entramos a Caseros. En la vereda, aunque llueve, hay una carpa armada y abajo están celebrando algo los miembros del equipo junto con, imagino, amigos de la casa. Creo que un cumpleaños. Se mueren de risa. Adentro, el lugar es lindo, muy lindo, cálido, de techos altísimos y rincones y detalles que son todo lo que Pinterest aspira a ser pero sin parecer forzado. Un ambiente como de casa de campo que se volvió canchera sin darse cuenta.

Nunca había venido. En una de las vitrinas hay una mesa gigante llena de cosas ricas para desayunar o tomar el té, hay panes de masa madre, budines y budincitos, tartaletas, pepas caseras, scones iguales a los de mi madre (que hace muy buenos scones), panes de queso y también focaccias, no sé, mil cosas. En una mesita al lado, teteras de muchos colores y estilos y tamaños. Me olvido de que esto es un restaurante y asumo que es una panadería, pastelería, casa de té que además hace platos al mediodía. 

Pues no. Santiago Leone, el cocinero, me cuenta que lo de la pastelería y la panadería es algo relativamente nuevo, que evolucionó de una propuesta muy básica de café y algunas cositas hacia una variedad de opciones que funciona muy bien y atrae público a toda hora. Surgió durante la cuarentena, en 2020. Mientras me cuenta, una señora mayor que entró a comprar budines y un pain au chocolat insiste en que le pongan todo en una misma bolsa de madera, aunque el chocolate se derrita o se corra, porque no quiere más papeles y mucho menos plásticos.

Caseros es de los primeros restaurantes del boulevard; abrieron hace diez años. Tienen una carta que va cambiando más o menos cada dos meses, con platos inamovibles como la ensalada tibia de langostinos, la berenjena alla parmiggiana o los malfatti de espinaca; fuera de eso, hay pescados, carnes, ensaladas y varias opciones vegetarianas, aunque no hacen comida estrictamente vegana. A nosotros nos preparan unos ñoquis de sémola con salsa de tomate, crema, queso y albahaca, tan increíbles como la pinta que tienen. 

Caseros tiene delivery y take-away de toda su carta, y hay un menú que cambia todos los días y consiste en una entrada y dos principales para elegir. Dice Santiago: “Pudimos sobrellevar bien la pandemia gracias a nuestros clientes, que nos re bancaron. Aprovechamos para innovar en varios aspectos, como la pastelería, y contamos con delivery propio. No nos podemos quejar demasiado: la cuadra mantiene movimiento, y cuando no hay restricciones el cierre de la calle nos permite poner muchas mesas afuera”. Antes de irnos, foto del equipo: Dina, Javier, Cintia, Ismael y Mercedes.

 

LA POPULAR

La Popular es la puerta de entrada al boulevard, sobre todo desde que el restaurante que estaba en la esquina impar cerró, y la recibida está llena de luces y argentinidad. Ambientada y pensada como un bodegón tremendo, la cocina es de bodegón y tremenda: acá se come en serio. Mauro no es de mal comer, yo mucho menos, y sin embargo no pudimos con todo ni por asomo. Después de sacar fotos y hablar un rato con Diego Sícoli y Ariel Almeyda, socios y dos de los nombres principales de este polo, nos sentamos en una mesa y nos trajeron la milanesa popular: milanesa gigante con dos tipos de queso, papas, huevo frito, panceta, champignones, verdeo… Una verdadera bomba, bien para apetitos corajudos. Por si fuera poco, nos trajeron también una tortilla en el punto babé que a ambos nos gustaba, y también estaba impecable.

Entre bocado y bocado se puede hablar pero también vale perderse en los detalles del salón, como los banderines, los carteles de distintas épocas, el mural (¿es mural si está en el techo?), las mesas de metegol amuradas, las bicicletas y los cientos de objetos muy argentinos y porteños, de distintas épocas, que ocupan cada estante y pared. Muchas pelotas de fútbol antiguas, muchos pingüinos, balanzas, casi un primito de la cornucopía que fue hace un rato Nápoles.

Además de La Popular, Sícoli y Almeyda están detrás de Hierbabuena, Club Social Deluxe y Tigra, un restaurante de cocina japonesa que por el momento solo está haciendo delivery y take-away, y que no llegamos a conocer. Verdaderos pioneros de Caseros, entendieron a su público, luego a sus públicos, porque fue llegando cada vez más gente al baile, y se adaptaron a los cambios, las modas y las tendencias gastronómicas, contribuyendo sin duda a afianzar algunas de ellas, como la de la alimentación saludable y plant-based. Con una mirada conjunta que se traduce en proyectos interesantes, divertidos y perfectos para diferentes tipos de paladares, atravesaron la pandemia, como tantos otros embates, con astucia y capacidad de respuesta. El boulevard evoluciona, cambia, se transforma, y nosotros también, seguramente. Habrá que volver cada tanto, o en lo posible seguido, para no desencontrarnos.





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