Gran Meliá Iguazú: el paraíso en la selva

Hay lugares espectaculares y hay lugares únicos, pero cuando se unen ambas cosas el resultado es paraíso. ¿Por qué? ¿Cómo? Bueno, esto sucede cuando los ojos no alcanzan, el paladar emociona, el olfato transporta, los oídos anuncian, los pulmones se expanden y el corazón late fuerte. El shock ante tanta belleza y una sensación de no poder creerlo. El fino hilo entre la tierra y la gloria.



por FLAVIA FERNÁNDEZ

El Gran Meliá Iguazú balconea una de las Siete Maravillas del Mundo. Ubicado en el Parque Nacional Iguazú, elevado en la selva de tierra remolacha, el hotel es un gigante con vistas únicas a las cataratas.

Llegar al aeropuerto ya es de por sí toda una experiencia. El clima subtropical acaricia y el aroma verde se cuela en los primeros pasos. Quietud, una sensación de estar fuera del mundo y la sorpresa de tener que hacer apenas diez kilómetros para instalarse.
En la ruta –jade extremo a ambos lados– hay carteles que advierten que se debe conducir despacio: por ahí transitan orondos los yaguaretés, pumas, tatús carreta (armadillos), coatíes y monos capuchinos.

Además de la impresionante piscina infinita y el hecho de que uno puede observar y escuchar las cataratas desde el hotel, hay un fantástico spa con todo lo que se puede imaginar, desde esencias de yerba mate y sales únicas, hasta vapores que transportan al Olimpo. Los jardines, las fuentes y los senderos de selva con glorietas de mburucuyá conducen a la galería, gran platea de todo lo descripto. Allí (y adentro también) funcionan los restaurantes, que sorprenden con cartas originales, autóctonas, fusionadas con lo mejor de estos tiempos.

Son las siete de la tarde, hora del snack. Hay que bajar porque los atardeceres y la música del agua hipnotizan. Nos invitan con pinchos de pulpo que pueden cortarse a cuchara. Hay empanadas fritas de carne, pacú y humita. Salsas con las dulzuras de la selva, croquetas y el boom, que es la mandioca frita. Los gin tonic le van poniendo más ritmo al día mientras la mesa del comedor principal se prepara. Hay ravioles de queso con frutos secos crocantes, un dorado inolvidable y tarteletas varias con mousse de maracuyá.

Los desayunos son una sinfonía de frutas donde predominan el naranja y el amarillo. Los mangos, la papaya y los duraznos acaparan la atención por gigantes y carnosos. Los panes un capítulo aparte y los chipá salen calientes para acompañar cafés con leche y jugos tropicales que se hacen en el momento.

En tiempos de pandemia el sistema es sencillo. Hay una pasarela, uno observa y señala. Luego el mozo llega a la mesa con todos los antojos matinales. Impresiona también la actitud del servicio. Como sucede en otros lugares del mundo, por ejemplo en Fidji, la sonrisa es constante y el gracias se acompaña con la mano en el corazón. Gran detalle que hace la diferencia y transforma el lugar en inolvidable.

A la hora del crepúsculo suele haber improvisado show de monos. Ellos llegan a los balcones y se recomienda cerrar, ya que van directo al frigobar porque son adictos a las papas fritas, las crackers y las gaseosas cola.

Los choferes del Meliá son instruidos y amables. Edgardo, por ejemplo, nos llevó a las minas de Wanda y terminó dando lección de historia y leyendas guaraníes. Una delicia saber sobre cielos, duendes y maldiciones que van de boca en boca por la tierra colorada.

Da pena irse. Salir con la mente virgen no es cosa de todos los días. Un paso, dos y a darse vuelta para despedir el mural natural. El aroma, el ruido que se descubre en los pulmones. Porque cuando el agua conspira para un mismo lado, se estrella y sigue su ruta acelerada, seguramente algo pasa. Y uno ya no vuelve a ser el mismo.



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