Glou Glou: Monserrat se viste de alta costura

Una pareja de jóvenes gastronómicos abre las puertas de su casa para ofrecer una experiencia inolvidable en el centro de la ciudad. Pasos, vinos a ciegas, servicio perfecto. Talento, dedicación y ganas.


por MANUEL RECABARREN

@manurek


A esta pareja la seguía desde hace tiempo. Gabriela Moreno era la sommelier del querido Pain&Vin, anfitriona de sonrisa permanente y ojo afiladísimo para las recomendaciones. Luis Pabón pasó por cocinas excitantes como las de Tegui, Anafe y Picarón. Cuando anunciaron, medio por lo bajo, que abrirían su casa al público para hacer cenas a puertas cerradas, todos sabíamos que iba a ser un éxito.


La expectativa alta, sin embargo, es un arma de doble filo. Te llena el restaurante, pero no te perdona el mínimo error. En mi caso la expectativa era aun mayor: meses de patear la visita, de llenarme de intriga, de recibir comentarios excelentes. Finalmente, llegó el día. Día… complejo, digamosle así. Partido Argentina-Países Bajos, nervios insufribles hasta para los que no somos muy futboleros y un partido que se extendió (y se extendió, y se extendió). Tras los penales hubo que salir corriendo, pero la calle era caos. Gente festejando, liberando estrés, y diluvio torrencial. Cruzar la ciudad entera, como en mi caso, se convirtió en una ilíada. “Bueno, pero va a valer la pena” me repetía mientras caminaba sosteniendo el paraguas con dos manos para no salir volando. ¿Expectativa alta? Altísima. 


Afuera todo era bocinazos, gritos, furor. Adentro, música bajita y paz absoluta. Luis trabajando detrás de su estación, con una tranquilidad envidiable. Gaby recibiendo invitados, llenando las copas de bienvenida, contando sobre su proyecto. Glou Glou nació hace poquito más de un año, medio espontáneamente. Ambos siempre fueron grandes anfitriones, y solían recibir amigos, abrir botellas de distintos vinos, armar un banquete. Un día se les ocurrió abrir el juego, replicar la experiencia con comensales. Y acá una aclaración: la palabra “experiencia” se usa muy a la ligera, hoy pareciera que todo lo es (spoiler alert: la mayoría de las veces no). Pero en este caso corresponde. 


Luis sirve ocho o nueve platitos en los que los vegetales tienen el protagonismo, con actuaciones estelares de algún pescado y alguito de carne. Gaby, por su parte, armoniza la velada con distintos vinos que sirve a ciegas: la etiqueta no se revela hasta no pasar a la próxima. No solo el maridaje es exquisito (y sin saber qué se está tomando los prejuicios no intervienen) sino que además aparece una arista lúdica muy divertida. Tratamos de adivinar qué tomábamos y en varios casos le pegamos, pero en otros estuvimos lejos.


El primer plato fue un gol de media cancha (esta es mi primera y última referencia futbolística en la vida, lo prometo). Gazpacho de sandía, una señora rodaja de tomate reliquia, ricota casera y alcaparras. Si me preguntan qué es el verano, respondo con eso. Frescura nivel mil, tomate que tiene gusto a tomate y pequeñas explosiones saladas cada tanto. Salió con el vino de recibida, Melange Clarete de Ver Sacrum, también fresco, liviano, con poco alcohol, ideal para arrancar.



Seguimos con paté de pato, confitura de naranjas y brioche tostado en manteca. Lujurioso, delicado, perfecto. Pasamos por la bombita y volvemos a la frescura, manteniendo un ritmo relajado, evitando los empalagues típicos de las cenas con muchos pasos. Lo trae Gaby, contando que siempre hay remolacha en sus cartas: es el ingrediente fetiche. En este caso está en escabeche, con sus tallos presentes, acompañada de hinojos, salsa de ají amarillo y Parmesano. Todo funciona, y conquistó a varios detractores de la betarraga que veían el plato con desconfianza. Las copas ahora se llenan con un tinto ligerito, que huele natural, salvaje: Tinto de Tilcara, un corte de criollas y uvas tradicionales cofermentadas.


Crudo de lisa, con palta y mignonette, para saciar las ganas de pescado; y lechuga tatemada (tostada intensamente sobre el fuego, medio quemadita) con boniatos cremosos, leche de tigre y una lluvia de quínoa frita. Acompaña Kung Fu Orange, el naranjo de la simpática línea de Riccitelli. Un Sauvignon Blanc con toda su expresión tropical, con el peso que le dan las pieles.


El plato de la noche fue, para mí, una tostada de langostino. Tortilla de maíz, crema de berenjenas ahumadita, langostino extra large de cremosidad excelsa, salsa macha y alga nori. Quiero miles. Maridaje con un Chardonnay de Paraje Altamira, 2km. Gordito pero fresco, con su clásica nota a pólvora que Gaby destaca. 



Momento cárnico con mollejas de corazón ahumadas en el balcón, con salsa verde y pickles de durazno. Top de mollejas en BA, así de simple. Ahora quiero ahumarlas siempre. El “principal” (si así puede llamarse) fue más clasicón, panceta y puré de papas. Como dice Narda: si es simple, que sea perfecto. Y lo es. Cuerito crocante, carne que se deshacía con mirarla, jugo de cocción brillante y una seda de papas à côté. Y para un clásico otro clásico: De Ángeles Malbec 2016. Primera zona de Mendoza, viñas viejas y fruta concentrada con una frescura sorprendente. 


El postre es fiel al estilo Glouglou. Muy sencillo, poco dulce, para terminar sin explotar. Semifreddo de pistachos y semillas de zapallo, con cítricos y honeycomb. El maridaje con Malamado Viognier, un fortificado de Familia Zuccardi, no podría ser mejor. Final de fiesta bien arriba. 


Como cierre, la polémica de siempre. El precio. Es una experiencia costosa. Evito escribir “cara” porque creo que vale cada peso. Platos poco obvios, ejecutados con precisión, en un menú coherente que llena sin dejarte de cama. Vinos deliciosos, diversos, con algunas joyitas que casi no se consiguen. Servicio inmejorable en ambiente soñado. Será para ir en ocasiones muy especiales, dolerá un poco al bolsillo, pero Glou Glou lo vale. Sin dudas. 




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Categoría Cuisine

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