Garibaldi: al lado del río

En Puerto Norte, casi saliendo de la ciudad, un largo muelle termina en un restaurante donde se come buena pesca, pastas ricas y manjares de todo tipo con vista al río que pocas veces disfrutamos.



texto y fotos MÁXIMO PEREYRA IRAOLA
@maximopi 



En general no le tenemos mucho cariño al Río de la Plata. Me parece. Algo queda del orgullo por su ancho, supongo. Se aprecian las costaneras, hasta ahí nomás. Es marrón; eso no ayuda y no hay cómo remediarlo, porque el barro de su extenso fondo así decide teñirlo. Nos separa de Uruguay más de lo que a veces nos gustaría (el récord de cruce a nado es de 9 horas, por si se les ocurría probar), de romántico al menos durante el día tiene poco, y el espectáculo más curioso que ofrece, ser vaciado por completo por el viento, se pudo disfrutar en 1792 y nunca más. Un trío de jinetes lo cruzó a caballo.


Comer a sus orillas puede tener su encanto, pero las opciones no son tantas y los carritos, desde que fueron cruelmente obligados a funcionar a gas, sacrificaron magia por aburrida homogeneidad. Sin embargo, cada tanto aparece alguien que decide aprovechar un poco el río y hacer algo copado. Como ejemplo, como buen ejemplo, Garibaldi.



Un poco después de Aeroparque aparece Puerto Norte. Un muelle largo, muchos peines llenos de barquitos, veleros y algún que otro yate, y al final de todo un restaurante grande, de dos pisos. Garibaldi. A simple vista parece un poco formal pero adentro el ambiente es relajado. Llegamos temprano y nos sentamos en una mesa hacia el final del largo salón, iluminado amorosamente por montones de luces cálidas, bajitas y románticas, porque no le cabe otro adjetivo.


Cometimos el error de llegar después del atardecer, seguramente el momento de mayor magia del restaurante, pero no importa. Volveremos. Tenemos el río al lado, y como todavía no pusieron música, el sonido es el del oleaje. Nos reciben Joaquín y Ezequiel, a quienes les pedimos que nos recomienden lo que mejor les parezca. La carta es variada, ni corta ni innecesariamente extensa, y hay mucho pescado, marisco, hongos varios, muchos productos interesantes. En cuanto a los precios, diré que si uno quiere acá puede gastar bastante, pero también puede comer bárbaro por el mismo valor que cualquier restaurante promedio de la ciudad. Me pareció muy razonable.



Arrancamos por la coctelería y el Garibaldi, trago insignia: tiene Campari, Aperol, jugo de naranja y almíbar de maracuyá. Fresco, obvio dulzón, rico como aperitivo. El Zombie, por otro lado, es un poquito más intenso, y tiene ron añejo, ron jamaiquino, jugo de lima, ananá, maracuyá y bitter angostura.



Tenían ganas de darnos mar toda la noche. Nosotros felices. Las entradas fueron el pulpo español a la gallega, en su punto justo, un espectáculo; y el Laks: salmón curado estilo gravlax con aderezo Garibaldi, que tiene mostaza y creo que miel (no pregunté). Rico, el aderezo tal vez un poco muy dulce, pero yo me empalago fácil. Me quedaron pendientes para la próxima las navajas con naranja, lima y eneldo.



Será una pavada lo que voy a decir, pero estando ahí de noche, con la calma, el pulpo y la musiquita, lejos de los autos y el ruido, el oleaje puede convertirse en cualquier cosa. Sin ver el río, el río puede ser el mar, puede ser una laguna, puede ser Brasil o Italia o la Patagonia o cualquier costa del mundo. Yo me acordé de varios lugarcitos en distintos viajes (puede que los aviones pasando cerca también ayuden). Afuera hay dos espacios grandes para tomar algo, comer y disfrutar de la vista y el aire libre. Hay que ir también al mediodía, en todos los horarios. Abren desde temprano.



Sigo. De una mesa cercana llega un perfume de trufas impresionante. Nosotros recibimos un vino y un descorche: la casa sugiere La Posta Glorieta Pinot Noir que por supuesto va perfecto con todo. Es Laura Catena, no falla.



Los principales. Todos los platos y tragos tienen nombres, pero no pregunté la historia de cada uno, honestamente. No importa: el primero es el Maia, un cremosísimo risotto de centolla con tempura de alga nori y crocante de queso. Divino con el vino, y es centolla, qué más decir. Además nos trajeron el Galeus, un plato de capeletti rellenos de pesca blanca (ese día, cazón) con salsa normanda, espinacas y tomates confitados. Exquisito. 



Limpiamos el paladar con un chupito que tiene limón, jengibre, azúcar y alguna cosa más. Probamos dos de los cuatro postres que tienen. El Caribe es una mousse de chocolate con manjar de coco, bien hecha, con buen chocolate. El brownie Boston es un brownie, claro, y viene con dulce de leche, merengue y otros toques golosos.



Cafecito y partimos, no sin antes dar una vuelta por el restaurante completo, lindísimo. Acá es donde vamos a querer venir a tomar algo en el verano quienes nos quedemos en la ciudad. Buenos platos de pesca, el río, el viento y unos tragos. Aguante Buenos Aires.



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