Diarios de pandemia: Hijo de los restaurantes

En esta nueva columna, el filoso y filosófico Mario Mactas canta odas al deporte de comer afuera, recorrer restaurantes de todo tipo y recordar tiempos pasados de la mano de un padre siempre tostado, siempre bien vestido, siempre sibarita.



por MARIO MACTAS
Ilustración por MÁXIMO PEREYRA IRAOLA


Siempre he comido afuera, en restaurantes. La palabra siempre es vigorosa, quién no lo sabe. Pero en promedio, desde que empecé a notar la seducción de la calle ?la vida está en la calle? no dejó de ir a restaurantes de todo tipo: desde los chiquitos y modestos que tienen un solo plato fantástico hasta los de la mayor sofisticación. En Buenos Aires y otros lugares del mundo.

Mi padre, un tipo siempre tostado y con un sastre detrás de él para hacerse la ropa, tan seductor como la calle y tan embriagante como el olor sanador de los caballos (demasiado caballos en ese caso) era de restaurante repentino: “Eh, vamos a comer por ahí”. Podía ser el domingo en el hipódromo en su palco servido mientras mirábamos los caballos, en La Raya donde el señor Vinagre creó las achuras delgadísimos que heredó Hugo Echevarrieta en La Brigada, en Veracruz de la calle Uruguay, en L´eau Vive camino de Carlos Casares , en las geniales cantinas del Abasto.

El restaurante es mi programa y en cierto modo mi casa. Donde quiera que haya ido, he elegido un bar para leer en cierto bullicio, que me encanta, y me encaminé en busca de un restaurante. A menudo con la posibilidad de comer solo en la barra y preguntarle al dueño qué, qué has hecho: “Habitas tiernas con jamón y un conejo que te mueres”. “Venga” . Lo importante es estar dentro, en la bienhechora felicidad del restaurante, donde todo dolor queda destruido.



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