La naturaleza de las ostras

“La aventura creativa es el único acto de resistencia contra la muerte”. No lo digo yo, lo dijo Gilles Deleuze, allá lejos y hace tiempo, mucho antes de saltar por la ventana de su sexto piso, en París, cuna del racionalismo contemporáneo.

Las ostras deben ser desprendidas de sus valvas con especial maestría. En segundos, sin dañar al molusco ni su guarida, quienes son considerados campeones en aperturas de estos frutos marinos nos facilitan a nosotros –incautos militantes del rubro humanidad– la posibilidad de devorarnos el mar en segundos. (“Tragarse el mar”, decía Hemingway, que de alcohol y de mares sabía mucho, en tanto se empeñaba en distraerse con pasiones devastadoras para sufrir como perro.)

Hay dos bandos irreconciliables respecto de las ostras: el de quienes las detestan y el de quienes las aman. No parece existir un término medio. Dicen los que saben que quien prueba una ostra en Clarenbridge –al sur del Condado irlandés de Galway, cuna del príncipe del dandismo, Oscar Wilde– ya no pueden retroceder nunca jamás en el apego a su sabor. Allí las ostras se crían en la justa proporción de agua salada y dulce, efecto de aquellos ríos que van a dar a la mar y allí crecen y ganan trofeos en festivales anuales, los genios en desbullarlas –abrirlas– con una rapidez infernal: 30 ostras en un minuto.

Hay récords Guinness –de ésos que más vale olvidar– que registran ciertos excesos chocantes: personas que se han comido 233 ostras en tres minutos y pico. Puedo decir con enorme modestia que en Playa del Carmen, México, he comido 10 sin ninguna prisa, con limón y baldes de Margaritas, trago de inenarrable combinación en boca con la ostra, además del champagne. (La ostra, además del chorro de limón, necesita ser empujada con alcoholes que peguen onda: un golpecillo de la lengua contra el paladar y entonces sí: el deslumbramiento del mar que se expande y crece hacia el final de la garganta.)

En busca de ostras querría ir a Galway, aunque no creo que me atreva. En el mismo lugar ostril, que no hostil, está el museo de James Joyce, en la casa donde nació su mujer, Nora Barnacle, de mala prensa por ser un tanto brutal y áspera, como su apellido (en inglés, “barnacle” es un crustáceo que se adhiere a las rocas como una lapa). Quizás por eso, por llevar en su sangre irlandesa algo así como la naturaleza de las ostras, fue que Joyce y Nora se amaron tanto.

Seguramente, me quedaría leyendo algún que otro fragmento de las cartas que supo escribirle el inventor del Ulises. Me detendría en un fragmento donde la llama “querida, mi hermosa flor silvestre de los setos, mi flor azul oscuro, empapada por la lluvia”. Recordaría formas del amor que cursaron otros apelativos que la pasión del lenguaje fijó en la aventura creativa del lenguaje joyceano. Desearía pensar que la naturaleza de las ostras –el mar irlandés– está en cada una de las palabras, de los infinitos juegos del imaginario creativo de uno de los escritores modernos más importantes de la historia de la literatura. Justo ahora que, por estos días de marzo, Nora Barnacle (lapa, almeja, cholga, macha, ostra…) hubiese cumplido años.

por MALELE PENCHANSKY



Etiquetas
Categoría Novedades

Comentarios